El movimiento neogótico y, particularmente, la arquitectura neogótica, estuvo impregnado de un fuerte acento en las identidades nacionales.
Se dio en el momento en el cual se constituyen definitivamente las naciones tal cual se las entiende en la actualidad y se considera al gótico cono representante de las fuertes identidades locales.
Por el año 1830 se comienza a consolidar este como alternativa válida frente a las formas clásicas. En el cuarto decenio del XIX esta posibilidad se concreta en un verdadero movimiento que se presenta con motivaciones precisas, tanto técnicas como ideológicas, y se contrapone al movimiento neoclásico.
Como resultado de este enfrentamiento se llega a una aclaración decisiva sobre los fundamentos de la cultura arquitectónica; de hecho, el nuevo estilo no reemplaza ni se une al precedente, como ocurría en épocas pasadas, sino que permanecen uno junto al otro como hipótesis parciales, y todo el panorama de la historia del arte se presenta como un conjunto de múltiples hipótesis estilísticas, una para cada uno de los estilos pasados.
Comienzan a surgir construcciones góticas que asocian al espíritu romántico los estilos medievales, y son apreciados no como un nuevo sistema de reglas destinado a sustituir a las clásicas, sino precisamente porque se las supone carentes de ellas y fruto del predominio del sentimiento sobre la razón; el gótico aparece ahora como un conglomerado confuso de torrecillas, pináculos, pupitres tallados, bóvedas tenebrosas y luces oblicuas filtradas por vidrieras multicolores.
El experimento que representa introducir el gótico en los proyectos corrientes se debe a la restauración de edificios medievales, que comienza en el primer imperio y se multiplica durante la restauración. Napoleón, en 1813, hace restaurar el interior de Sait-Denis para incluir las tumbas de su familia, en 1817 es restaurada la catedral de Sens y en 1822 la de Rouen.
Al mismo tiempo comienzan las polémicas de los escritores sobre la conservación de los monumentos medievales secularizados y expropiados durante la revolución y caídos en manos de particulares que los transformaron a su antojo. En los trabajos de restauración, los proyectistas deben abordar, necesariamente, la relación entre formas medievales y problemas constructivos.
Después de 1830 estos conocimientos pasan, poco a poco, el proyecto de edificios de nueva planta, y se abordan no solo temas decorativos o residencias para escritores vanguardistas, sino también casas de pisos normales e importantes edificios públicos.
Sin embargo. La difusión del estilo gótico no se produce sin dificultades.
Alavoine se ve imposibilitado de entrar en el institut por culpa de sus restauraciones medievales, y en la Ecole de Beaux-Arts el estudio del gótico está prohibido. En 1846 la Academia Francesa lanza una especie de manifiesto en el que se condena por arbitraria y artificiosa a imitación de los estilos medievales.
El gótico es un estilo que puede ser admirado históricamente, y deben ser conservados los monumentos góticos.
A esto responden Viollet-leDuc y Lassus que la alternativa propuesta por la academia (el lenguaje clásico) es también un producto de imitación, con el agravante de que los modelos son aún más lejanos en le tiempo, hechos para otros climas y otros materiales, mientras que el arte gótico es un arte nacional.
Bajo esta discusión, aparentemente tan abstracta, se ocultan importantes problemas: la academia rechaza el principio de la imitación porque considera al lenguaje clásico dotado de actualidad, de hecho o de derecho; se apoya esta tesis en una tradición aparentemente ininterrumpida, y en un conjunto de aplicaciones que han provocado la compenetración y casi identificación de las formas clásicas con los elementos constructivos y los procedimientos empleados en la edificación corriente.
Los neogóticos y la arquitectura neogótica ponen de manifiesto que la supuesta identidad entre reglas clásicas y reglas constructivas es una simple convención, pero ponen en práctica otra convención, preferida a la anterior por razones externas, morales, religiosas y sociales.
Esta disputa produce diversos cambios en la cultura arquitectónica europea.
Ya no es posible justificar la persistencia de las formas clásicas con la acrítica formulación anterior, y el acuerdo tácito entre ingeniería y clasicismo se disuelve lentamente.
Por otro lado, el nuevo lenguaje inspirado en los estilos medievales no puede constar con una experiencia reciente de orden constructivo que le asegure el contacto con la técnica de edificación contemporánea.
De este modo, en uno y otro campo, divergen cada vez más los caminos del arquitecto y del ingeniero: mientras que la sociedad está comprometida en la tarea de satisfacer las tareas organizativas surgidas a raíz de la revolución industrial, y los ingenieros participan en primera línea en este trabajo proporcionando a higienistas y políticos los instrumentos necesarios, los arquitectos se apartan de esta realidad, refugiándose en discusiones sobre las diversas tendencias y la pura cultura.
Por otra parte, el movimiento neogótico contiene algunos detalles favorables a la renovación de la cultura arquitectónica.
El lenguaje neogótico no puede darse por conocido, como el del neoclásico, limitándose a las apariencias, porque no puede contar con una tradición reciente, sino que debe ser exhumado de monumentos que tienen muchos siglos de vida. Así, los arquitectos deben reconstruir por su cuenta los “principio’’, las “razones’’, los “motivos’’ que se encuentran tras lo aparente.
Al realizar esta operación se ven obligados a abarcar los límites del estilo, a reflexionar sobre los datos previos de la arquitectura y sobre sus relaciones tanto con las estructuras políticas y sociales como con las morales.
Los arquitectos neogóticos están, por otra parte, ligados al hábito de la perspectiva y ven en perspectiva los modelos medievales. Pos ello, los edificios neogóticos difieren de los góticos en mayor medida que los neoclásicos difieren de los clásicos; se corrigen las irregularidades, las citas aproximadas dejan de serlo, para convertirse en rigurosas.
En particular, se intenta reproducir la estructura abierta, repetitiva y antivolumétrica de ciertos modelos, especialmente ingleses, mediante la unión de varios episodios volumétricos, pero independientes entre sí; resulta un tipo de composición “pintoresca’’ (usado sobre todo en mansiones y residencias individuales), formalmente aún convencional pero capaz de convertirse, de inmediato, en el soporte de las experiencias innovadoras de Richarson, de Olbrich, Mackintosh y de Wright.
Se establece así una tensión entre los originales y las copias, que suaviza, lentamente, la relación de imitación y descalza los fundamentos de la perspectiva, de los que dependen todos los hábitos visuales comunes.
Por esta razón, el medievalismo representa, por un lado, un aislamiento mayor de los artistas y es el producto de una elite de inspiración literaria; pero al mismo tiempo el terreno cultural donde van a surgir algunos de las más importantes contribuciones al movimiento moderno.
En la edificación común, la polémica ente neoclásicos y neogóticos produce, sobre todo, desorientación.
Mientras no existía más que un estilo a imitar, no se evidenciaba el carácter convencional de tal imitación, y la adhesión a aquellas formas se hacía con más convicción.
Ahora hay tal cantidad de estilos, que adherirse a uno u otro se vuelve más incierto y problemático; se comienza a considerar el estilo como un simple revestimiento decorativo para ser aplicado, según la ocasión, a un esquema constructivo indiferente, y se ven también edificios aparentemente privados de todo revestimiento estilístico: especialmente casas de campo, en donde los elementos constructivos son exhibidos brutalmente, al margen de todo control compositivo.
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