LA ESCULTURA ROMANA
En cuanto a materiales y técnicas, la escultura romana presenta pocas novedades. Como en Grecia, el mármol y el bronce fueron las dos materias generalmente usadas. Las piedras más toscas quedaron relegadas a las piezas secundarias y el barro se limitó a las figurillas, en contra de la vieja tradición etrusca de la coroplastia mayor.
Lo que realza la personalidad de la escultura romana son los temas, sobre todo el retrato, y la aprición de formas particularmente en boga, como el relieve narrativo.
El sentido realista en la plástica.
Para el romano las artes figurativas —escultura y pintura— tuvieron siempre un marcado carácter realista.
Es lícito afirmar que «conocemos» a un gran número de romanos gracias a los retratos, que fueron ejecutados aspirando a obtener la máxima verosimilitud fisiognómica. El retrato romano fue eminentemente realista y no se limitó a los grandes personajes. Millares y millares de romanos se hicieron retratar por escultores, por lo que resulta difícil hallar una sociedad anterior al mundo moderno que nos haya legado tantas efigies de sus gentes.
Es muy probable que ese sentido práctico que caracteriza al pueblo romano le llevara a una plástica en la que las personas y las cosas se reconocieran como tales. Además el interés por dejar memoria de sus hechos, por la Historia y por la narrativa en general, hace que se desarrolle, especialmente en el relieve, un arte plástico lleno de realismo que llega, a veces, incluso a lo anecdótico.
Pero la cultura romana no puede sustraerse, en absoluto, del influjo griego, y lo helénico tiende más hacia la abstracción y hacia el ideal. Este interés por la cultura y el arte griego estuvo ceñido, desde siempre, a los círculos elegantes e ilustrados, sin que el pueblo lo entendiera. Por ello se dan dos corrientes paralelas en Roma, una popular y realista, y la otra aristocrática e idealista.
El relieve romano. Relieve en la escultura de Roma.
Junto al retrato, el relieve es otra de las manifestaciones más personales de la escultura romana. Los historiadores del arte han llamado la atención sobre el aspecto narrativo del relieve elaborado en Roma, el cual permite explicar una escena, sobre todo la fórmula del «relieve continuo». Se trata de representaciones que no están encuadradas y no son independientes entre sí, sino que se desarrollan en longitud, con yuxtaposición de diversos episodios que permiten narrar un hecho. Quizá en el fondo se trata de la continuación, pasada a la piedra, de la pintura histórica de los primeros tiempos de Roma, pero con idéntica intención: recordar al pueblo las grandezas y los hechos destacados de la tradición histórica del país.
El relieve griego había estado sobre todo al servicio del templo, en frisos, frontones y otros elementos de decoración aplicada al exterior. En el mundo romano, ese carácter queda en lugar secundario. Los más destacados relieves romanos pertenecen ya a altares monumentales —como el Ara Pacis mandada edificar por Augusto en Roma— ya a otro tipo de monumentos, entre los que destacan por su singularidad las columnas monumentales que conmemoran triunfos. La primera y más famosa es la que mandó construir Trajano en el año 113-114 para conmemorar sus victorias en Dacia, en el foro de su nombre en Roma. De más de 40 metros de altura, toda su superficie está decorada con un relieve continuo que se presenta como si fuera una banda única que envuelve la columna formando 23 espiras. Este espacio contiene una sucesión ininterrumpida de escenas de las guerras dácicas, que comprenden representaciones diversas, con un total de más de 2.500 figuras. Se trata de una verdadera crónica de guerra narrada en piedra, que el espectador puede seguir paso a paso.
Las grandes columnas conmemorativas constituyen un monumento excepcional. La aplicación corriente del relieve se centra en otros monumentos, más corrientes, como altares monumentales, algunos arcos de triunfo, ciertos monumentos funerarios de especial envergadura, etc.
Durante el siglo II tiene lugar un cambio de rito funerario que proporcionará otro campo al relieve romano: los sarcófagos. Mientras los romanos fueron adeptos al rito sepulcral de la incineración, que condiciona la deposición de las cenizas en una pequeña urna, no hay lugar para aplicar relieves salvo en los casos de edificios sepulcrales de envergadura. Con la inhumación aparece el sarcófago, y, si bien éste puede presentar las superficies exteriores lisas, se introduce la costumbre de decorar con relieves los sarcófagos de las clases pudientes. Así se abre un nuevo capítulo y una extensa clientela privada se vuelca sobre los talleres escultóricos, muchos de los cuales trabajarán hasta el omento de la caída del mundo romano.
El «Ara Pacis» es un perfecto exponente del clasicismo augusteo. Se edificó en el Campo de Marte para conmemorar la victoria sobre los astures, cántabros y galos. Fue consagrado en el 13 a. C., según explica el mismo Augusto en las Res Gestae:
Cuando regresé a Roma procedente de Hispania y Galia […], el Senado acordó la consagración del altar de la Paz Augusta, en el Campo de Marte, en acción de gracias por mi regreso, y ordenó que los magistrados, los sacerdotes y las vírgenes Vestales hiciesen en él un sacrificio anual.
El monumento consiste en el altar propiamente dicho, encerrado en un pequeño recinto a cielo abierto, decorado por dentro con guirnaldas y bucráneos y otros temas; en el exterior, posee hermosos roleos, relieves alegóricos y mitológicos, y una procesión que debe ser la correspondiente a la ceremonia de la consagración del altar. Narra, pues, un asunto concreto, con un lenguaje formal refinado y clasicista, parece que inspirado en el friso de las Panateneas del Partenón. La procesión, en la que participan Augusto, Livia, Agripa y demás personajes de la casa imperial, es un espléndido retrato de grupo, resuelto con habilidad y maestría. También con frialdad academicista, en un monumento también ecléctico en la diversidad de su programa decorativo.
El retrato
«Cuando muere en Roma algún personaje de consideración […], condúcesele a los Rostra, en el Foro, donde se le expone al público, por lo general erguido, rara vez echado. En medio de un gran concurso sube a la tribuna su hijo —si ha dejado alguno en edad apropiada y se halla allí presente—, o cuando no, un pariente, y hace el panegírico del difunto, de sus virtudes y acciones gloriosas de su vida […] Efectuado el sepelio y hechos los ritos de precepto, se coloca en el lugar más patente de la casa, metida en un armario de madera, la imagen del difunto. La figura es una máscara del rostro, hecha de tal modo que su parecido es extraordinario, tanto en su modelado como en su aspecto general. En las funciones públicas estas imágenes se suelen descubrir yadornar con esmero. Cuando fallece otro miembroilustre de la familia, se sacan para que formen parte del cortejo fúnebre; son llevadsa por personas que se asemejen tanto en estatura como en figura al que representan» (VI, 53).
Y Plinio:
«Otras clases de imágenes eran las que se veían en los atrios de nuestros mayores. No eran obras de artistas extranjeros ni eran de bronce ni de mármol, sino rostros hechos de cera, guardadas cada cual en su correspondiente armario, y destinadas a figurar en los entierros de los miembros de la familia como imágenes de sus antepasados, pues a todo fallecido le acompañaba siempre la caterva de los familiares que le precedieron» (XXXVI).
En un principio, el derecho a tener estas imágenes de los antepasados, llamado «ius imaginum», fue privativo de la nobleza. Mario, de origen plebeyo, dice significativamente: «No tengo imágenes de antepasados, porque mi nobleza comienza en mí». En la Roma primitiva, como en la antigua Grecia, hubo una ley que limitaba el derecho al retrato, en concreto sólo podía ser representados aquellos que hubieran ejercido algún cargo importante en la administración, cónsules, tribunos y pretores, es decir, aquellos que habían servido al Estado, pero como los cargos se disfrutaban por un corto período, había muchos con estos méritos, y además estas normas solían trasgredirse con frecuencia.
El empleo de la mascarilla sacada en impronta sobre el mismo rostro del cadáver, explica el carácter general de los retratos republicanos, el «rigor mortis» de sus facciones enjutas y chupadas, con pómulos salientes, nariz afilada, boca fruncida y retraída, piel rugosa, orejas muy separadas, nuez prominente y mandíbulas descarnadas. Tal costumbre conducía al realismo más crudo por su propia técnica.
Paralelamente a la tradición de las «imagines maiorum» en cera, barro o madera, comenzó ya en el siglo II a. C. a actuar, cada vez con mayor eficacia, una fuerte corriente retratística griega, procedente de la última fase helenística griega, que iba a modificar el carácter del retrato romano tradicional y que es perceptible desde los tiempos de Sila, actuando sobre todo en las capas altas de la sociedad romana, sobre los estratos más helenizados. Hay curiosos retratos en los que el cuerpo es atlético e impersonal, a la manera griega, en tanto que el rostro es un retrato realista.
La influencia griega irá dulcificando y atenuando los rasgos cadavéricos del retrato romano. El bronce y el mármol van desplazando a la cera y a la madera, que acabarán por desaparecer. Hacia el cambio de Era, el retrato-máscara en cera o barro ha desaparecido ya totalmente en las clases altas, perdurando aún largo tiempo entre el pueblo.
Pero el retrato romano, pese a las influencias helenísticas, no es una simple continuación del griego. Siempre conserva su sentido realista primitivo de copia fiel de la realidad exterior, en tanto que el griego es siempre fuertemente idealista, por cuanto intenta dar del retratado no su imagen física, sino su carácter ideal. El retrato griego crea tipos, no individuos, y tiene un sentido político (ciudadano), en tanto que el romano es gentilicio (familiar) y popular, no aristocrático, aunque el representado sea noble.
Además, el retrato romano es fundamentalmente facial y llega a prescindir del cuerpo, lo cual para los griegos era inconcebible y lo consideraban una mutilación bárbara, puesto que no concebían cabezas sin cuerpos y para ellos la persona era un cuerpo indesmembrable, concediéndose tanta importancia al cuerpo como a la cabeza. Al romano, el cuerpo sólo le servía como apoyo de la cabeza, lo cual explica que colocara sobre cuerpos juveniles e idealizados cabezas de duros rasgos, incluso senectos, peinadas a la moda del momento.
Todos los retratos romanos que nos han llegado firmados por sus autores -unos 40- lo son por artistas griegos y en letras e idioma griego. Se trata sin duda de artífices helenos que tuvieron que amoldarse a los encargos de sus clientes y a sus gustos y tradiciones.
El retrato romano comienza a sernos conocido hacia el año 100 a.C. El puente ente el etrusco y el romano es el llamado «Arringatore» (Museo de Florencia), de bronce, de 1,80 m. de altura. El nombre del retratado, grabado en el manto con caracteres etruscos, es Aule Metele. Data del año 100, aproximadamente. Su fecha, sus caracteres plásticos y su indumentaria justificarían calificarle de romano, pero la inscripción de su manto y el lugar de su hallazgo (Sanguineto, cerca del lago Trasimeno) son etruscos. Se trata sin duda de una estatua etrusca votiva.
Pertenecen a la época republicana los retratos de Pompeyo, César, Cicerón, Catón el Menor y el grupo de Catón y Porcia, todos ellos fuertemente individualizados y con fuertes caracteres romanos.
El retrato escultorico en la época de Augusto (tendencia hacia la helenización).
Los ejemplares más abundantes son, naturalmente, las efigies del emperador, de las que hay una larga serie desde su edad temprana hasta su vejez. El más importante es sin duda el «Augusto de Primaporta» (hoy en el Vaticano). Las alusiones históricas que contienen los relieves de su coraza hacen que se feche hacia el año 20 a.C., cuando él contaba 43. Augusto está representado en traje militar de gala y en actitud de dirigir una arenga a las legiones. La coraza muestra en su peto varios grupos históricos y alegóricos repujados. En el centro, una figura militar recibe el legado parto de las insignias arrebatadas a Craso en la batalla de Carrhae y a Antonio en la de Prhaata. La devolución de estas insignias tuvo lugar en el año 20 a.C., por lo que la estatua no puede ser anterior a esta fecha. A derecha e izquierda de la figura central aparecen, sentadas y en actitud llorosa, Hispania y la Galia sometidas. Arriba, el Cielo despliega su manto sobre el carro del Sol, acompañado de las figuras del Rocío y la Aurora. Abajo se encuentra Tellus, la Tierra, con el cuerno de la abundancia y dos niños que tal vez representen a Rómulo y Remo. A los lados aparecen Apolo y Diana. La estatua estaba policromada y conserva en el manto restos de rojo y amarillo. El niño que cabalga a su lado sobre un delfín debe ser un añadido del copista que hizo la estatua de mármol (pues el original debió ser de bronce) tal vez para hacer alusión al origen venusino de la Gens Iula, suponiendo que represente a Eros. El autor de la estatua original debió ser un griego influido por el Doríforo de Polícleto.
Otro de los famosos retratos de Augusto es el de la Via Labicana (Roma, Museo de las Termas) que también estaba policromado. Representa al emperador togado y «capite velato», es decir, con la cabeza cubierta por un velo o el borde del manto, como Pontifex Maximus en actitud de sacrificar (probablemente llevaba en su mano una pátera que se ha perdido). Data del año 12 a.C. y representa a Augusto a los 50 años de edad. Su rostro está labrado en mármol más fino y por mano más diestra que el restro y ofrece un gesto patético y cansado.
El retrato de Augusto del Museo de Boston es de mano e inspiración griegos. Incluso el peinado está más idealizado y es más griego que el de las demás efigies del emperador, aunque presenta los inconfundibles mechones en forma de cuña en la frente que caracterizan absolutamente todos sus retratos. Esta preñado de un ethos que preludia el de las estatuas adrianeas de Antinoo. Perteneció sin duda a una estatua heroica del emperador divinizado. Otros retratos importantes de Augusto son la cabeza del Vaticano y la del Museo de Siracusa.
Las cabezas femeninas de este período presentan lo que los especialistas llaman el «peinado de Liivia», que se caracteriza por un moño bajo y ondas alrededor de la frente. De Livia, esposa de Augusto y figura clave de la política del Imperio, han llegado hasta nosotros numerosos retratos; uno de los mejores se conserva en el Museo Arqueológico de Madrid y la representa velada y sedente, llena de majestad y belleza, idealizada al estilo griego.
De Agripina se destacan dos retratos: el del Museo del Louvre, del corte de la escuela de Pérgamo, y el del Metopolitan, una magnífica cabeza.
El arte cortesano se hace desde Augusto tanto más griego cuanto más altas so las esferas a las que sirve. Lo vernáculo queda relegado a la burguesía media. Hay que hacer notar que ya el hecho mismo de que exista una retratística burguesa es un hecho típicamente romano, totalmente ajeno al espíritu aristocrático del arte griego. Dentro de sta órbita romana castiza hay que señalar en esta época el retato de cuerpo entero de un persoaje desconocido que lleva sus «imagines maiorum».
El retrato el escultura en la época de los Julio Claudios
El retrato oficial de esta época es una continuación de la retratística augustea y no presenta grandes cambios, salvo el de representar a veces a los Césares bajo formas divinas, ya que se les divinizó en vida a la manera oriental introducida en Occidente por Alejandro. Las piezas mas notables son:
– La estatua de Tiberio sedente del Vaticano, representado coo Júpiter, pero en un tono todavía discreto.
– La de Claudio del Vaticano, también como Júpiter, que lo representa en pie, con gesto prepotente que el retratado no tuvo en vida y que no correspondía ni con sus carácter ni con sus ideas (rehusaba ser considerado como un dios). Está acompañado por el águila jupiterina y su postura es solemne y llena de empaque.
– La numerosa serie de los retratos de Nerón, de los cuales son de destacar tres bustos: el del Museo Cagliari, el de las Termas y el de los Ufficci, este último en basalto negro.
– Algunos retratos femeninos de cuerpo entero, sedentes, para los que hay que suponer un prototipo griego del siglo V. Los más característicos son los de Agripina la Mayor (nieta de Augusto y esposa de Germánico, el hermano de Claudio) que se conservan en el Museo de Nápoles y en el Capitolino de Roma. Se trata de uno de tantos ejemplos de creación clásica helenizante con cabeza puramente romana superpuesta, que no acompaña el bello e impersonal cuerpo de diosa fidiaca.
– El busto de Antonia Minor (madre de Claudio), del Museo Británico, obra probablemente de un artista griego, de gusto refinadísimo y profunda melancolía.
– La serie de retratos hallados en Mérida, de gran naturalidad y penetración psicológica, que se asemejan a los republicanos por su realismo y sobriedad.
El retrato en la época de los Flavios
Con el advenimiento de los Flavios, y sin duda a causa del origen burgués de estos emperadores, el retrato abandonó la corrección convencional y fría de la época precedente y se volvió hacia la tradición romana de las efigies sinceras, realistas y francas. El ejemplo de esta «vulgarización» lo ofrecen los mismos retratos de los emperadores, especialmente los de Vespasiano, de aire plebeyo y astuto, que reflejan perfectamente su carácter pragmático, honrado, poco amigo del lujo personal y dotado de un sentido del humor muy a la romana. En sus hijos se conserva la misma vulgaridad de aspecto y de gesto. La estatua de Tito del Vaticano es prueba de ello, con su tipo rechoncho, su cabeza voluminosa, de facciones anchas y poco distinguidas, propias de un tendero. Los de Domiciano perecieron en su mayoría a causa de la «damnatio memoriae» que siguió a su asesinato, pero los que se conservan (Museo dei Conservatori y Museo de Berlín) tienen cierto empaque y nobleza.
Los mejores retratos de esta época son los de personajes de segunda fila, casi todos anónimos, en los que pueden estudiarse bien las nuevas corrientes artísticas. Es de destacar el de L. Cecilio Jocundo, de gesto socarrón y escéptico de banquero que se las sabe todas, y el del Matrimonio Haterii, con ambos conyuges metidos en una hornacina, la misma que tradicionalmente se empleaba en los atrios como archivo de las «imagines maiorum». Las mujeres de esta época comienzan a llevar el peinado denominado «de nido de avispa».
Es propia del retrato flavio la detención minuciosa en detalles del rostro y del peinado y en los matices de la expresión. Generalmente, se representaba al retratado con un movimiento lateral de cabeza, evitando la seca frontalidad de sus precedentes. Ahora el retratado parece ignorar la presencia del espectador, del cual se desentiende por completo. Éste, por su parte, tiene la sensación de haber sorprendido al retratado en un momento tan natural como despreocupado. Tal despreocupación y naturalidad es lo que da a los retratos flavios todo su atractivo, su aspecto franco y libre, su ilusionismo y su carácter de instantánea fotográfica. Hay en ellos un regreso hacia el realismo republicano, pro con la diferencia de que éste era objetivo y espontáneo, mientras que el flavio es subjetivo y sofisticado, procedente de una elaboración mental, de un gusto refinado que se complace en matices sutiles. Su tendencia ilusionista, por otra parte, se acentúa con una policromía que daba valor tanto a las carnes como a los vestidos y tocados.
Por otra parte, el busto se amplía: ahora la cabeza se asienta sobre todo el pecho, abarca los dos hombros y baja hasta los pectorales. Esta ampliación es una etapa en la evolución desde los breves bustos de la época augustea, que apenas pasan del arranque del cuello, para llegar al medio cuerpo empleado a veces en los retratos del siglo III. La etapa intermedia se inicia con los Flavios, pero tiene su plenitud con los Antoninos. Estas características son muy generales: hay excepciones, como en todas las épocas.
El retrato escultorico en la época de Trajano
Persiste el realismo de la etapa anterior, acentuándose aún más la tendencia a representar al retratado en su natural modo de ser. El busto, que en la etapa precedente había comenzado ya a incluir los hombros y buena parte del pecho, ahora abarca la parte superior del tronco, llegando incluso más abajo de los pectorales.
Los retratos del emperador y su familia on numerosos y, en general, excelentes. Los de Trajano muestran su firme carácter, su seguridad en sí mismo y u astucia inteligente. La sencillez de sus tocados contrasta con el acicalamiento de la época flavia y con el narcicismo de la siguiente. Un breve flequillo cubre su frente, ya de por sí estrecha, acortándola hasta casi hacerla desaparecer. A pesar de su aparente sencillez, sin embargo, los mejores retratos de Trajano son un tanto ampulosos y aduladores. Los conservados en el British Museum y en el Museo Capitolino lo representan a la griega, como un semidiós. De edad ya avanzada lo preseta un clyoeo de bronce hallado en Estambul y conservado en el Museo de Ankara.
Menos ampulosos y más sinceros son los de su esposa Plotina y su hermana Marciana, que se parece mucho a él.
Abundan en esta época lo retratos «étnicos» de germanos y dacios. La llamada Tusnelda es una cautiva germana, concebida al modo de las plañideras griegas del siglo IV. Esta imbuida de un «pathos» resignado y a la vez tenso. Su rostro es de tradición policlética.
El retrato en la época de Adriano
En la retratística adrianea ocupa el primer lugar, como es de suponer, el conjunto de las efigies del emperador. Son de destacar el busto del Vaticano, procedente de su mausoleo, que es frío y solemne, de carácter oficial; el del Museo de las Termas, insolente e inquisitivo, y el del Museo de Sevilla, que lo representa de avanzada edad y probablemente se ejecutó después de su muerte.
Conocemos a su esposa Sabina, mujer de gran belleza y áspero carácter, por un grupo de excelentes retratos: los bustos de las Termas y del Vaticano y dos estatuas de cuerpo entero, una como Venus y otra como Ceres, esta última bellísima, ejecutada según el gusto neoático.
El retrato adrianeo presenta dos novedades: el comienzo de la moda de la barba entre los hombres y la incisión de la pupila y el iris. La tendencia ya observada en los períodos anteriores a alargar el busto se manifiesta aquí por la prolongación hasta más abajo de los pectorales, mostrando el arranque de los brazos, aunque sin llegar nunca hasta el codo.
A parte de los retratos imperiales, sobresalen en este período los numerosos de Antinoo, muchacho bitinio amante del emperador y que, tras su prematura muerte, fue deificado por Adriano, ya que, estando éste enfermo, el muchacho ofreció su vida por la de él y se suicido arrojándose al Nilo. Tras este romántico lance y su posterior deificación, su imagen, idealizada, se multiplicó por todo el Imperio bajo unos rasgos fijos, que permiten reconocerle siempre a simple vista, de impresionante belleza melancólica. Su rostro verdadero, aún sin idealizar pero dotado de gran belleza, tal vez sea el de su retrato del Museo de las Termas, patético y sombrío pero realista. El tipo oficial lo tenemos cristalizado, entre otos muchos, en los Antinoos Farnese (Museo de Nápoles), el del Museo de Delfos y el del Capitolio. En estas estatuas está representado como mortal, pero hay otras en las que se le dota de atributos divinos: en la del Vaticano se le representa como Dionisos; en el Laterano, como Vertumno; en el de Leptis Magna, como Apolo. Sus bustos son numerosos. Abundan los que le representan sin atributos, otros como Dionisos, etc., pero todos permanecen fieles al tipo oficial, con rígidas guedejas, facciones anchas, sensuales y melancólicas, cabeza inclinada que acentúa su melancolía, amplitud magnífica del tórax y bellos y torneados hombros. uno de los más hermosos es el Antinoo Mondragone, del Louvre, cuyos bucles apolíneos recuerdan las estatuas del clasicismo severo griego (recuérdese el amor de Adriano por lo griego y su gusto arcaizante). Su obsesiva representación alcanzó también al relieve, habiendo dos muy importantes en roma: el de la Villa Albani, procedente de Tibur (Tívoli) y el de los Fondi Rustici. El primero lo representa como Dionisos. El segundo como silvano ante un altarcillo con dos granadas y una piña. Lleva un cuchillo de vendimiador y viste una túnica corta. El relieve es de poco cuerpo, muy pictórico, y debía estar policromado. Es de una alta calidad técnica y de gran belleza.
El tipo de Antinoo no sólo es el producto más característico de la cultura adrianea, sino que además fue el último tipo original creado por toda la estatuaria antigua y el único verdaderamente original, pese a su filiación griega clásica, que surgió en época romana. Constituyó, al mismo tiempo, el último destello de la belleza ideal griega, aunque sus facciones, al contrario que las puramente griegas, son únicas e inintercambiables y perfectamente reconocibles incluso en los peores retratos.
El retrato en la época de los Antoninos
En esta nueva dinastía la evolución del retrato desemboca en un franco barroquismo. Se busca el mayor contraste posible entre la suavidad y la tersura de la piel y la riqueza ornamental de luces y sombras de las cabelleras y las barbas. Las facciones se pulen, dando al mármol una calidad de porcelana, mientras que las partes capilares se revuelven, entrecruzan y enroscan de un modo cada vez más pintoresco y estudiadamente descuidado. Guedejas, rizos, ondas y mechones de pelo se labran atentamente, alternando fuertes relieves con profundas perforaciones, buscando vibraciones «puntillistas» de golpes vivos de luz junto a concavidades de intensas negruras mates. A veces se acentúa más este contraste dejando adrede estas partes sólo esbozadas. El propósito del artista es provocar en el contemplador una sensación predominantemente táctil. A ello hay que añadir la policromía, hoy perdida, pero que animó estos retratos.
Los bustos se amplían en esta época algo más que en el período precedente, pero sin sobrepasar la caja torácica ni destacar demasiado los brazos. El caso de los retratos de Cómodo-Hércules con la maza al hombro es excepcional. Los bustos imperiales se presentan preferentemente vestidos con el «paludamentum» abrochado al hombro por medio de una fíbula. Los retratos más notables conservados son los siguientes:
– Busto de Antonino Pío (British Museum)
– Cabeza colosal de Antonino Pío (Museo de Atenas)
– Retrato ecuestre de bronce de Marco Aurelio de la plaza del Capitolio (Roma), salvada de la fundición medieval por creérsela efigie de Constantino, emperador de la Paz de la Iglesia. Se ha perdido la imagen del bárbaro que tenía a los pies del caballo.
– Cabeza de Lucio Vero, hermano de adopción de Marco Aurelio y corregente durante algunos años (Museo del Bardo, Túnez).
El retrato en la época de los Severos
De la época de los Severos se conservan varios retratos del fundador de la dinastía, Septimio Severo, que suelen representarlo con barba bífida y cuatro rizos enforma de sacacorchos en la frente. El rostro suele tener una expresión bondadosa y casi apostólica que inspiró en el Renacimiento algunos tipos de Cristo. Por su concepción y su factura, estos retratos de Septimio se hallan dentro de la tradición retratística antoniana: se emplea en ellos la misma minuciosidad en el tratamiento del cabello, pintorescamente rizado y movido, la misma tendencia a hacerlo contrastar con una epidermis pulida y como de porcelana. En el cabello se usó el trépano, aunque tímidamente.
Con la expresión bondadosa y dulce de Septimio contrasta la enfurruñada y demoníaca de Caracalla, que se hizo retratar siempre con una mirada dura, subrayada por una arruga en forma de V entre las cejas («Caracalla Satanás»). Sus retratos conservados en Nápoles y en Berlín, sobre todo el primero, son los más impresionantes. Su autor llevó al límite las posibilidades del retrato al suponer implicadas en él a tres personas: el retratado, el espectador (al que el retratado ignora) y una tercera persona, invisible, que es contemplada por el retratado con odio. Se trata de un recurso atrevido y personal, creado por un gran artista y acorde con la psicología del terrible retratado.
Técnicamente el retrato de los Severos sigue la línea antoniniana, pero ya hace su aparición el cabello muy corto, característico de la época subsiguiente. También el modo de tratar ahora el ojo es distinto del de la época anterior. El iris se acentúa, se amplía, marcándose mucho en el borde. La pupila deja en lo alto, bajo el párpado superior, una pequeña cresta vertical que da lugar a que la luz se quiebre en ella produciendo un destello brillante en la mirada. Este recurso comenzó tímidamente en la época anterior, pero es ahora cuando alcanza todo su desarrollo.
De Julia Domna se conservan excelentes retratos que se caracterizan por el voluminoso peinado, que en muchos casos parece -y debe ser- una peluca postiza. En algún caso se le figuró de cuerpo entero, como Ceres, según un prototipo griego del siglo IV, que se había aplicado también a Sabina, mujer de Adriano. En esta época se emplearon frecuentemente pelucas y se conocen retratos de alguna damas cuyo pelo está labrado en pieza aparte y con mármol de distinto color que la cara, como el retrato de desconocida del Museo Ny Carlbers de Copenhague, cuyo cabello, en pieza independiente, está labrado en ónice oscuro que contrasta con el mármol blanco de la cara.
De los últimos severos tenemos en el Museo Capitolino dos excelentes retratos: uno de Heliogábalo y otro de Alejandro Severo, dejando ambos traslucir la debilidad psíquica de sus efigiados.
El retrato de la anarquía militar acaba con las modas helenizadas y clasicistas de la época de Adriano y resurge la corriente puramente romana del retrato brutalmente realista, veraz, aficionado a los detalles individuales y característicos: arrugas, deformidades, expresión psicológica, etc. El primer ejemplo de este retorno es el impresionante retrato del emperador Aximino el Tracio, que refleja su naturaleza de gigante bestial y degenerado, con el pelo rrapado al estilo cuartelario y barba de días, labrada con cortos golpes de cincel.
El de Filipo el Árabe es soberbio (M. Vaticano) y presenta los mismos rasgos estilísticos: el realismo crudo de las facciones y el pelo y la barba tratados con minucia a base de golpecitos de cincel.
Con Galieno triunfa un nuevo clasicismo inspirado por el neoplatonismo de Plotino, fomentado por el emperador. Vuelven las facciones idealizadas, las guedejas largas y aparentemente descuidadas y las barbas rizadas que contrastan con la suavidad del cutis. Pero el «renacimiento» galiénico fue más una moda artificial que un estilo y pasó pronto, volviéndose al realismo,
La época de la Tetrarquía (285-312), de tan rica y avanzada arquitectura, es, sin embargo, pobre en el campo de la escultura. La mayoría de los retratos permanecen sin identificar, siendo su rasgo común la cara afeitada o con barba corta y el cabello muy corto. Son característicos los grupos de tetrarcas, de a cuatro o de a dos, muy amistosamente abrazados. El más bárbaro y curioso es el de los cuatro abrazados dos a dos, conservado en San Marcos de Venecia, tocados con casco cilíndrico y vestidos a la manera militar. El grupo es extraño a las tradiciones romanas y se ha hablado de procedencia oriental, concretamente egipcia.
En esta época la pupila se vacía totalmente y es un simple agujero, rodeado por la línea del iris. Los ojos suelen ser abultados y la posición tangencial del iris confiere a los ojos una expresión casi terrorífica.
En el retrato imperial constantiniano se perciben dos corrientes coetáneas: una de tradición clásica, augústea, y otra «expresionista», más bárbara y ya prácticamente bizantinizante, que subraya y exagera la estructura facial sometiéndola a un esquematismo geométrico, casi arquitectónico, muy en consonancia con el desmesurado tamaño de las estatuas. Pertenece a este estilo la cabeza colosal de Constantino (Museo dei Conservatori), que mide 2,60 m. de altura. Junto con el cuerpo, perdido, constituyó un coloso de 15 m. Tiene los ojos enormes, con los párpados fuertemente tallados, las pupilas dilatadas e incisas y la mirada fija, siendo un precedente de los hipnóticos ojos bizantinos.
Los mejores especímenes de la época de Constantino nos los proporcionan algunas efigies de nobles, como la de Dogmatius (Museo Lateranense). Se trata de un rostro alucinante, de expresión reconcentrada profundamente trágica.
Entre el gran número de piezas retratísticas de la época post-constantiniana (desde los hijos de Constantino hasta la muerte de Teodosio) destacan por su monumentalidad dos en bronce y de tamaño colosal: la cabeza inidentificada (probablemente Constantino) del Museo dei Conservatori (Roma) y la gigantesca figura en cuerpo entero de Barletta, estatua que, por su tamaño y calidad, es de lo más impresionante que nos ha legado la antigüedad. Suele identificarse como retrato de Teodosio o Valentiniano I. Esta efigie imperial, sea de uno u otro, lo representa en traje militar, como «imperator», vistiendo túnica con manga larga y sobre ella la coraza de metal. De su hombro derecho cuelga la capa, que se enrolla en el brazo izquierdo, en cuya mano sostiene una bola que debía estar coronada por una Victoria hoy desaparecida, y en la derecha tendría una lanza o un cetro. La cabeza es de rasgos firmes y duros, enérgicamente modelados. Va coronado con una diadema formada por un anillo bordeado de grandes perlas, que es el tocado imperial corriente en la época.
El siglo IV es relativamente rico en retratos, pero son muy pocos los que permiten una identificación segura.
Muchas gracias por la información sobre el retrato y la escultura en las distintas dinastías.