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Charla «Cómo fracasé en mi misión de encontrar a Dios, y lo que terminé encontrando» de TEDWomen 2017 en español.
Anjali Kumar salió en busca de Dios y terminó encontrando algo totalmente distinto. En una inspiradora y divertida charla sobre nuestra humanidad compartida, Kumar nos invita a un peregrinaje espiritual para conocer a un par de brujas en Nueva York, a una chamana en Perú, a un tristemente célebre «sanador» de Brasil y demás personajes. Finalmente, comparte con nosotros una lección: lo que nos une es mucho más fuerte que lo que nos separa, y nuestras diferencias no son insuperables.
- Autor/a de la charla: Anjali Kumar
- Fecha de grabación: 2017-11-02
- Fecha de publicación: 2018-01-31
- Duración de «Cómo fracasé en mi misión de encontrar a Dios, y lo que terminé encontrando»: 971 segundos
Traducción de «Cómo fracasé en mi misión de encontrar a Dios, y lo que terminé encontrando» en español.
Hace algunos años, emprendí una misión para encontrar a Dios.
Eso sí, les diré sin rodeos que fracasé, lo cual, como abogada, me cuesta mucho aceptar.
Pero en ese viaje fallido, mucho de lo que encontré fue esclarecedor.
Y hubo algo en especial que me llenó de esperanza.
Tiene que ver con la magnitud y el significado de nuestras diferencias.
Fui criada en EE.UU.
por padres indios —culturalmente hindúes— pero practicantes de una religión estricta y relativamente desconocida fuera de India, llamada jainismo.
Para darles una idea de la minoría a la que pertenezco: la población de la India representa alrededor del 1 % de la de EE.UU.; los hindúes, cerca del 0,7 %; los jainos, como mucho, el 0,00046 %.
Para ponerlo en contexto: son más las personas que visitan anualmente la fábrica del oso de peluche en Vermont que quienes siguen la religión jaina en EE.UU.
Y para acentuar mi condición de minoría, mis padres tomaron un decisión: «¡Excelente idea! Enviémosla a una escuela católica».
(Risas)
Mi hermana y yo éramos las únicas alumnas no blancas, no católicas en la escuela.
En la escuela Niño Jesús de Praga en Flossmoor, Illinois, —efectivamente, así se llamaba— nos enseñaron a creer en la existencia de un único ser supremo, responsable de todo, de absolutamente todo, desde la creación del universo hasta la guía moral hacia la vida eterna.
Pero en mi casa, me enseñaban algo totalmente distinto.
Los seguidores de la religión jaina no creen en un ser supremo en particular, ni siquiera en un conjunto de seres supremos.
Por el contrario, nos enseñan que Dios se manifiesta en la perfección de cada uno de nosotros como individuos, y que transitamos la vida entera luchando por deshacernos de los karmas negativos que nos impiden transformarnos en la versión perfecta y divina de nosotros mismos.
Además, uno de los principios básicos del jainismo es lo que se llama «no absolutismo».
Los no absolutistas creen que nadie debe considerarse dueño ni conocedor de la verdad absoluta, aun cuando se trate de creencias religiosas.
A ver cómo les va si enseñan este concepto a los curas y las monjas de una escuela católica.
(Risas)
No es de extrañar que estuviera confundida y súper consciente de lo distinta que era a mis compañeros.
Nos proyectamos a unos 20 años más tarde, y me encuentro con que me transformé en una persona sumamente espiritual, pero estaba desorientada, sin un espacio espiritual.
Me di cuenta de que estaba en la categoría de «Ninguna», que no es una sigla ni un juego de palabras que pueda evocar una imagen equivocada.
Es simplemente una denominación, de dolorosa y escasa inspiración, para designar a una persona que tilda el casillero de «Ninguna» cuando en las encuestas Pew se le pregunta por su filiación religiosa.
(Risas)
Ahora bien, una cuestión interesante sobre estos «no religiosos» es que somos muchos, tendiendo a jóvenes.
En 2014, se contabilizaron más de 56 millones de personas en esta categoría de «no religiosos» en EE.UU.
Esta cifra corresponde a más de un tercio de los adultos entre los 18 y los 33 años de edad.
Pero lo que más me interesó de estos «no religiosos» es que somos, en general, muy espirituales.
De hecho, el 68 % creemos, con cierto grado de certeza, que hay un Dios.
Solo que no sabemos quién es.
(Risas)
La primera lección que aprendí cuando comprendí que pertenecía a la categoría de «Ninguna» fue que no estaba sola.
Por fin pertenecía a un grupo en EE.UU.
integrado por mucha gente, lo cual me dio una gran tranquilidad.
Pero la segunda lección, menos tranquilizadora, fue que, vaya, éramos demasiados.
Y eso no debe de ser nada bueno, porque si personas tan espirituales no tienen un dios, quizá encontrar a Dios no será tan fácil como había pensado originalmente.
Allí es cuando decidí que en mi viaje espiritual evitaría los lugares obvios, me saltaría directamente los casilleros sobre religión y me aventuraría a explorar más allá de las fronteras espirituales: la de los médiums, de los curanderos y de los gurúes.
Pero recuerden, soy no absolutista, es decir que decidí mantener la mente abierta, lo cual resultó positivo porque asistí a una cena informal de brujas en Nueva York, en el Centro LGBT, donde conocí dos brujas; bebí un bidón de 18 litros lleno de agua volcánica con una chamana en Perú; recibí el abrazo de una santa en el centro de convenciones que olía muy bien
(Risas)
entoné cánticos durante horas en una choza purificadora llena de vapor, calentada a base de infusiones, sobre las playas de México; trabajé con una médium que bebía tequila para reunirse con los muertos, entre los que extrañamente estaba mi difunta suegra y el difunto representante del grupo de hip-hop, The Roots.
(Risas)
Y mi suegra me dijo que estaba muy contenta de que su hijo me había escogido como esposa, En fin…
(Risas)
Y sí…
Pero el representante de The Roots me aconsejó que comiera menos pasta.
Convengamos en que mi esposo tuvo suerte de que no haya sido su difunta madre quien me sugiriera comer menos carbohidratos.
(Risas)
También formé parte de un grupo del yoga de la risa en Sudáfrica; vi a una mujer teniendo un orgasmo de 45 minutos —no estoy inventando— valiéndose de la energía del universo.
Creo que voy a volver a ese lugar…
(Risas)
Llamé a Dios desde una cabina telefónica en el desierto de Nevada durante el festival Burning Man.
donde tenía puesta una malla y antiparras de esquí; y un anciano indio se tendió sobre mí, y no, no era mi esposo, sino un perfecto desconocido llamado Paramji, que le cantaba a mis chakras valiéndose de la fuerza energética del universo para curar mi «yoni», palabra sánscrita que significa «vagina».
(Risas)
Iba a mostrar una diapositiva alusiva, pero me sugirieron que una diapositiva de mi yoni no sería la mejor idea en una charla TED, —ni siquiera en TEDWomen—
(Risas)
Al comienzo de mi búsqueda, también fui a ver al curandero brasileño Juan de Dios en su centro de atención en Brasil.
Juan de Dios es considerado un médium de trance profundo, es decir que puede hablar con los muertos.
Pero en este caso, él dice tener el poder de actuar a través del espíritu de un grupo específico de santos y médicos muertos para sanar cualquier mal que nos aqueje.
Y aunque Juan de Dios no posee título de médico, ni siquiera un diploma de educación secundaria, realiza cirugías de las verdaderas, con bisturí, pero sin anestesia.
Sí, ignoro cómo.
También hace cirugías invisibles, sin incisiones, y cirugías a distancia, en las que, teóricamente, puede tratar a alguien que se encuentra a miles de kilómetros haciendo el procedimiento con una persona conocida por el paciente.
Ahora bien, cuando uno visita a Juan de Dios, se topa con todo tipo de reglas.
Es un tema complicado, pero lo más importante cuando uno visita a Juan de Dios es que se le puede pedir que nos solucione tres cosas, y él hará que el espíritu de los santos y de los médicos muertos trabajen en nuestro nombre para que la tarea se lleve a cabo.
(Risas)
Pues bien, antes de que se rían, tengan en cuenta que, al menos según su sitio web, más de 8 millones de personas, incluyendo a Oprah, la diosa de la televisión, han ido a ver a Juan de Dios, y yo estaba programada de antemano para tener la mente abierta.
Pero, a decir verdad, todo me parecía extraño y sin resultados concluyentes, y finalmente, volví a casa, más confundida aun de lo que estaba al principio.
Pero eso no significa que regresé con las manos vacías.
Semanas antes de viajar a Brasil, comenté de mis planes a algunos amigos y a un par de colegas de Google, donde trabajaba como abogada en esa época.
Y se lo habré mencionado a algunas otras personas de conversadora que soy, incluido mi vecino, un tipo que trabaja en la cafetería adonde voy todas las mañanas, la cajera del supermercado Whole Foods y una desconocida que se sentó a mi lado en el metro.
A todos les hablé de mi viaje y del motivo que me empujaba y me ofrecí a llevar tres deseos de cada uno a Brasil, explicándoles que cualquiera que estuviera con Juan de Dios podía actuar como representante de otras personas y ahorrarles el viaje.
Para mi sorpresa, mi bandeja de entrada rebalsó.
Amigos que se lo dijeron a amigos, y esos amigos aparentemente se lo dijeron a más amigos, y a otros desconocidos y a gente en las cafeterías, hasta que en los días previos al viaje a Brasil fue como si no hubiese quedado nadie sin mi dirección de correo electrónico.
Y entonces, la única conclusión que saqué fue que había ofrecido demasiado a demasiada gente.
Cuando releí esos mensajes unos años después, pude ver algo totalmente distinto.
Esos correos tenían tres elementos en común.
El primero fue muy curioso.
Casi todos me enviaron minuciosos detalles de contacto.
Yo les había dicho —o sus amigos les habían dicho— que, además de la lista con las tres cosas que querían solucionar, debían mandarme una foto, el nombre y la fecha de nacimiento.
Pero me enviaron el domicilio completo, con número de departamento, código postal, como si Juan de Dios fuese a visitarlos a la casa y los fuera a ver en persona o les fuera a enviar un paquete.
Era como si, en el caso altamente improbable de que Juan de Dios les concediera esos deseos, simplemente querían asegurarse de que no fuesen entregados a la persona equivocada o al domicilio equivocado.
Aunque no creyeran, se cubrían por las dudas.
El segundo componente fue igualmente curioso pero mucho más modesto.
Casi todos la desconocida del metro, el tipo de la cafetería, el abogado en el vestíbulo, el judío, el ateo, el musulmán, el católico devoto, todos pidieron, básicamente, las mismas tres cosas.
En fin, hubo un par de casos aislados y, claro, algunos pidieron dinero.
Pero una vez descartadas lo que fueron, en definitiva, unas pocas anomalías, las similitudes fueron sorprendentes.
Casi todos pidieron en primer lugar, buena salud para ellos y para sus familias.
También la inmensa mayoría pidió felicidad y por último, amor, en ese orden: salud, felicidad, amor.
Algunos pidieron solucionar un tema específico de salud, pero, a grandes rasgos, pidieron salud en general.
En cuanto a la felicidad, cada uno pedía algo levemente distinto, pero todos pidieron el mismo subtipo específico de felicidad, también.
El tipo de felicidad que penetra y echa raíces en el alma; el tipo de felicidad que nos sostiene, aunque estuviéramos a punto de perder todo lo demás.
Y en cuanto al amor, todos pidieron el tipo de amor romántico, esa alma gemela que aparece en las novelas épicas románticas, ese amor que permanecerá a nuestro lado hasta el fin de nuestros días.
Perdón, ese es mi marido.
¡Diablos! Ahora me perdí.
(Risas)
(Aplausos)
En definitiva, todos estos amigos y desconocidos, independientemente de su origen, raza o religión, pidieron todos lo mismo, que eran las mismas cosas que yo quería: la versión simplificada de las necesidades humanas básicas clasificadas por científicos sociales como Abraham Maslow y Manfred Max-Neef.
Nadie pidió respuesta a los grandes interrogantes existenciales, ni una prueba de la existencia de Dios, ni el significado de la vida, como buscaba yo al principio.
Tampoco habían pedido por el fin de la guerra o del hambre en el mundo.
Aun teniendo la posibilidad de pedir lo que quisieran, todos pidieron salud, felicidad y amor.
Y había un tercer factor común en esos correos.
Cada mensaje terminaba exactamente de la misma manera.
En lugar de agradecerme por llevar sus deseos hasta Brasil, todos dijeron: «Por favor, no se lo digas a nadie».
Y yo decidí contárselo a todo el mundo
(Risas)
desde este escenario, pero no porque no soy confiable, sino porque el hecho de tener tanto en común significa que es importante que escuchemos, especialmente ahora que hay tantos problemas en el mundo porque parece que nos empecinamos en marcar nuestras diferencias y no las cosas que nos unen.
Y les diré que soy la primera en admitir que no soy experta en estadísticas, y que los datos que les mostré, acumulados en mi bandeja de entrada, son más anecdóticos que científicos, más cualitativos que cuantitativos.
Cualquiera que trabaja con datos, les dirá que esta muestra es estadísticamente poco relevante y demográficamente poco equilibrada.
Sin embargo, me pongo a pensar en esos correos electrónicos cada vez que reflexiono sobre los prejuicios y los preconceptos que tuve que enfrentar en mi vida, o cuando se produce otro crimen por odio o una tragedia sin sentido que ponen de manifiesto la desalentadora sensación de que nuestras diferencias parecerían insuperables.
Y luego rescato la evidencia de que los factores comunes, humildes y unificadores de nuestra humanidad revelan que, aunque se nos presente la oportunidad de pedir lo que fuere, casi todos queremos las mismas cosas, y esto es así, sin importar quiénes somos, cómo se llama nuestro dios, o qué religión, si la tenemos, nos identifica.
También noto que, aparentemente, algunos deseamos estas cosas de manera tan intensa, que enviaríamos un correo a una persona «ninguneada», a una como yo, espiritualmente confundida, —algunos dirían confundida de todos modos— y buscaríamos a esa desconocida para enviarle nuestros deseos más profundos por si acaso existiera la remota posibilidad de que alguien que no es un dios —mucho menos nuestro dios— se los concediera, alguien que ni siquiera es miembro de la religión que hemos elegido, alguien que, al ser visto en un papel, no parecería el candidato ideal para cumplirlos.
Y ahora, cuando pienso en mi búsqueda espiritual, aunque no pude encontrar a Dios, encontré refugio en esto, aun hoy, en un mundo fragmentado por diferencias religiosas, étnicas, políticas, filosóficas y raciales, aun con todas nuestras inconfundibles diferencias, al final del día en el plano más básico, somos todos iguales.
Gracias.
(Aplausos)
https://www.ted.com/talks/anjali_kumar_my_failed_mission_to_find_god_and_what_i_found_instead/