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La historia de las emociones humanas – Charla TED@Merck KGaA, Darmstadt, Germany

Charla «La historia de las emociones humanas» de TED@Merck KGaA, Darmstadt, Germany en español.

Las palabras que utilizamos para describir nuestras emociones afectan la manera en que sentimos, dice la historiadora Tiffany Watt Smith, y con frecuencia esas emociones han ido cambiando, a veces de forma muy drástica, en respuesta a nuevas expectativas e ideas culturales. La nostalgia, por ejemplo, que se definió por primera vez en el año 1688 como una enfermedad considerada mortal, hoy en día es vista como un mal considerablemente menos grave. Esta fascinante charla sobre la historia de las emociones nos demostrará que el idioma utilizado para describirlas está en constante evolución, y nos enseñará también algunos términos nuevos usados en distintas culturas para plasmar esos fugaces sentimientos.

  • Autor/a de la charla: Tiffany Watt Smith
  • Fecha de grabación: 2017-11-28
  • Fecha de publicación: 2017-12-18
  • Duración de «La historia de las emociones humanas»: 860 segundos

 

Traducción de «La historia de las emociones humanas» en español.

Querría empezar con un pequeño experimento.

Dentro de un momento, les voy a pedir que cierren los ojos e intenten identificar las emociones que están sintiendo en este instante.

No hace falta decírselo a otros.

La idea es darse cuenta de cuán fácil, o cuán difícil quizá, es determinar con precisión lo que estamos sintiendo.

Les daré 10 segundos para hacerlo.

¿Sí?

Pues bien, empecemos.

El tiempo se ha cumplido.

¿Cómo fue?

Es posible que se sientan un tanto presionados, quizá desconfiados de quien se encuentra a su lado.

¿Habrá cerrado los ojos realmente?

Quizá sintieron alguna extraña y lejana preocupación por ese correo electrónico que enviaron esta mañana o quizá ansiedad por algo que planearon para esta noche.

Quizá sintieron esa exaltación que nos embarga cuando nos reunimos en grandes grupos de personas como éste; los galeses la llaman «hwyl», palabra que designa las velas de un barco.

O puede que hayan tenido todas estas sensaciones.

Hay emociones que tiñen el mundo de un solo color, como el terror que se siente cuando derrapa un automóvil.

Pero, en general, las emociones se agolpan y se empujan entre sí hasta un punto en que ya es difícil distinguir unas de otras.

Algunas pasan y se deslizan tan rápido que apenas las reconocemos, como la nostalgia que nos lleva a escoger algún producto de marca familiar en el supermercado.

Y también hay otras de las que huimos rápidamente por temor a que nos embista, como el impulso de hurgar en los bolsillos del ser amado, por celos.

Y hay emociones tan peculiares que no sabríamos ni cómo llamarlas.

Quizá Uds.

mismos, allí sentados, sintieron el cosquilleo de ese impulso por experimentar una emoción que un destacado sociólogo francés denominó «ilinx», para designar el delirio que sobreviene en una situación de caos menor.

Por ejemplo, si alguien se parara en este momento y esparciera el contenido de su bolso por el piso.

Quizá hayan experimentado una de esas raras e intraducibles emociones para las que, obviamente, no existe un equivalente en inglés.

Quizá hayan experimentado un sentimiento que los holandeses llaman «gezelligheid», sensación de estar en un sitio cálido y acogedor con amigos, cuando afuera está frío y húmedo.

Quizá tuvieron la suerte de experimentar la siguiente sensación: «basorexia», una súbita urgencia por besar a alguien.


(Risas)
Vivimos una época en que el conocimiento de las emociones es una mercancía sumamente importante, en que las emociones se utilizan para explicar muchas cosas, son explotadas por los políticos, y manipuladas por los algoritmos.

La inteligencia emocional, que es la capacidad de poder reconocer y designar nuestras propias emociones y las de los demás, es considerada de tal importancia que se enseña en escuelas y empresas, y es alentada por los servicios de salud.

Pero a pesar de todo esto, me pregunto a veces si la manera en que pensamos nuestras emociones no se estará empobreciendo.

A veces, ni siquiera tenemos en claro qué es una emoción.

Quizá hayan oído la teoría de que toda nuestra vida emocional puede reducirse a un puñado de emociones básicas.

Este concepto data de hace 2000 años, pero en nuestro tiempo, algunos psicólogos evolucionistas han sugerido que estas seis emociones —felicidad, tristeza, temor, disgusto, ira, sorpresa— son expresadas exactamente de la misma manera por todos en todas partes.

y que por lo tanto representan los pilares de toda nuestra vida emocional.

Ahora bien, si interpretamos las emociones de esta manera, se presentan como un simple reflejo: se desencadena a partir de una situación externa difícil, se instala, y nos protege contra un daño.

Es decir, si vemos un oso, el ritmo cardíaco se acelera, las pupilas se dilatan, el miedo nos asalta y corremos a toda velocidad.

El problema con esta imagen es que no capta de manera completa lo que es una emoción.

No hay dudas de que la fisiología es sumamente importante, pero no es la única razón que explica por qué sentimos de determinada manera en un momento dado.

¿Qué pensarían si les cuento que en el siglo XII algunos trovadores no interpretaban el bostezo como señal de cansancio o aburrimiento, como lo entendemos hoy, sino como símbolo del más profundo amor?

¿O que, en esa misma época, hombres valerosos —los caballeros—, solían desmayarse por desesperanza?

¿Qué dirían si les cuento que los primeros cristianos que vivían en el desierto creían que los demonios voladores que solían aparecer durante el almuerzo les podía contagiar una emoción que llamaban «accidie», una especie de letargo, a veces tan intenso, que hasta podía matarlos?

¿O que el aburrimiento, tal y como lo conocemos y amamos hoy, al principio era experimentado sólo por los victorianos, como respuesta a nuevas ideas sobre el ocio y la superación personal.

¿Y si reflexionáramos de nuevo sobre esas extrañas e intraducibles palabras para designar emociones, y nos preguntáramos si es que algunas culturas sentirían una emoción de manera más intensa simplemente por haberse tomado el trabajo de darle un nombre y reflexionar sobre ella?

Como la palabra rusa «toska», un sentimiento de insatisfacción desesperante que, según se decía, bajaba de las grandes llanuras.

Los desarrollos más recientes en ciencia cognitiva indican que las emociones no son simples reflejos, sino sistemas inmensamente complejos y elásticos que responden a la biología que hemos heredado y a la cultura en que vivimos.

Son fenómenos cognitivos, moldeados no sólo por nuestro cuerpo, sino también por nuestros pensamientos, nuestros conceptos, nuestro lenguaje.

La neurocientífica Lisa Feldman Barrett se ha interesado profundamente por esta dinámica relación entre las palabras y las emociones.

Ella dice que cuando aprendemos una nueva palabra para designar una emoción, se desencadenarán inevitablemente nuevos sentimientos.

Como historiadora, mantengo la sospecha desde hace largo tiempo de que, a medida que el lenguaje cambia, también lo hacen las emociones.

Cuando miramos hacia el pasado, vemos fácilmente que las emociones han cambiado, a veces de manera muy marcada, en respuesta a nuevas expectativas culturales y creencias religiosas, nuevas ideas como el género, la etnicidad, la edad, incluso en respuesta a nuevas ideologías políticas y económicas.

Las emociones tienen una historicidad que recién ahora estamos empezando a entender.

Estoy totalmente convencida de que es bueno aprender nuevas palabras para nombrar emociones, pero es necesario avanzar un poco más.

Pienso que para tener verdadera inteligencia emocional, es necesario comprender cómo se han originado esas palabras, y qué ideas encierran de manera velada sobre el modo en que debemos vivir y actuar.

Les contaré una historia que comienza en una buhardilla a fines del siglo XVII en la ciudad universitaria de Basilea, en Suiza.

Allí hay un estudiante muy aplicado que vive a unos 96 km de su hogar, empieza a ausentarse de sus clases.

Los amigos lo visitan y lo ven abatido y afiebrado, con palpitaciones cardíacas, y extraños dolores que aquejan su cuerpo.

Llaman a los médicos, y consideran que la situación es tan grave que empiezan a rezar plegarias en la iglesia del lugar.

Y solo cuando preparan el regreso de este joven a su casa para que pueda morir, se dan cuenta de lo que le está pasando, porque al levantarlo para echarle en la camilla, su respiración se hace menos pesada.

Y cuando ya está entrando a su pueblo se recupera casi por completo.

Y es entonces cuando se dan cuenta de que el joven sufría de una poderosa forma de añoranza de su tierra natal.

Ese sentimiento fue tan intenso que podría haberlo matado.

Pues bien, en el año 1688, un joven médico llamado Johanes Hofer se enteró de este caso y de otros similares y bautizó a este mal como «nostalgia».

El diagnóstico pronto se impuso en círculos médicos de Europa.

Los ingleses creyeron quizá que eran inmunes por todos los viajes que hicieron por el imperio.

Pero al poco tiempo aparecieron casos en Gran Bretaña también.

La última persona que murió de nostalgia fue un soldado estadounidense que estaba sirviendo en Francia, durante la Primera Guerra Mundial.

¿Cómo es posible que alguien muriera de nostalgia hace menos de cien años?

Pero actualmente, ese término no sólo significa otra cosa diferente —la pena por el tiempo perdido más que por un lugar perdido— sino que la añoranza en sí se considera menos grave, viéndose reducida desde algo que podía producir la muerte hasta la preocupación de que un hijo pueda sentirse mal en una fiesta de pijamas.

Este cambio se produjo aparentemente a principios del siglo XX.

¿Por qué?

¿Porque se inventaron los teléfonos o porque se expandió la red ferroviaria?

¿O fue quizá con el advenimiento de la modernidad, con su exaltación de la hiperactividad, los viajes y el progreso, lo cual hizo que apenarse por algo que nos es familiar resulte poco ambicioso?

Todos nosotros hemos heredado esa enorme transformación de valores, y es una de las razones por las que hoy no sentimos añoranza de manera tan intensa como antes.

Es importante entender que estos grandes cambios históricos influyen nuestras emociones en parte porque afectan el modo en que sentimos lo que sentimos.

Hoy en día, ensalzamos la felicidad.

Suponemos que la felicidad nos hará mejores trabajadores, mejores padres y mejores parejas; suponemos que nos hará vivir más tiempo.

En el siglo XVI, se pensaba que era la tristeza la que ocasionaba todo esto.

Incluso hay libros de autoayuda de esa época que alentaban al lector a caer en la tristeza a través de una lista de motivos para desanimarse.


(Risas)
Los autores de estos libros pensaban que la tristeza podía cultivarse como una habilidad, porque al transformarnos en expertos podíamos recuperarnos más rápido de algo malo que nos pudiera pasar, como efectivamente ocurría.

Pienso que hoy podemos aprender de esto.

Si hoy estamos tristes, quizá estemos impacientes, incluso algo avergonzados.

Si estábamos tristes en el siglo XVI, habríamos sentido cierta superioridad.

Está claro que nuestras emociones no sólo cambian con el tiempo, también cambian de un sitio a otro.

El pueblo baining de Papua Nueva Guinea hablan de «awumbuk», sensación de letargo que sobreviene cuando un huésped finalmente se va.


(Risas)
Ahora bien, puede que para nosotros sea un alivio, pero en la cultura baining, cuando el invitado se va, deja detrás una especie de carga para poder viajar más liviano, y esta carga infecta el aire y produce este awumbuk.

Lo que hacen entonces es dejar afuera un cuenco con agua durante la noche para que absorba este aire, y luego, a primera hora de la mañana, se levantan y hacen una ceremonia y arrojan el agua.

Este es un buen ejemplo que combina las prácticas espirituales con las realidades geográficas para revivir una emoción particular y hacerla desaparecer nuevamente.

Una de mis emociones favoritas es la que expresa la palabra japonesa «amae».

Amae es un término muy común en Japón, pero es difícil de traducir.

Designa algo así como el placer de poder transferir temporariamente a otro la responsabilidad de nuestra vida.


(Risas)
Los antropólogos sugieren que uno de los motivos por el que esta palabra pudo haber sido inventada y valorizada en Japón es por la cultura tradicionalmente colectivista de ese país, en tanto que el sentimiento de dependencia puede ser más incómodo para los angloparlantes, quienes han aprendido a valorar la autosuficiencia y el individualismo.

Puede parecer un tanto simplista, pero es sugerente.

¿Qué es lo que nuestro lenguaje emocional expresa no sólo sobre lo que sentimos, sino sobre lo que más valoramos?

Muchos nos dicen que prestemos atención a nuestro bienestar, que consideremos la importancia de ponerle nombre a nuestras emociones.

Pero estos términos no son rótulos neutros.

Están cargados de nuestros valores y expectativas culturales, y transmiten ideas sobre la persona que creemos ser.

Aprender palabras nuevas y poco comunes para designar emociones nos ayudará a estar en sintonía con los detalles más finos de nuestra vida íntima.

Pero más allá de eso, estas palabras deben tenerse en cuenta porque nos recuerdan la poderosa conexión que existe entre lo que pensamos y lo que terminamos sintiendo.

La verdadera inteligencia emocional nos exige comprender las fuerzas sociales, políticas y culturales que han dado forma a lo que creemos sobre nuestras emociones y nos exige entender la manera en que la felicidad, el odio o la ira pueden estar en proceso de cambio en este momento.

Porque si queremos medir nuestras emociones y enseñarlas en las escuelas y escuchar que los políticos nos digan cuán importantes son, entonces sería bueno saber de dónde han surgido las suposiciones que tenemos sobre ellas, y si realmente nos siguen hablando.

Quisiera terminar con una emoción que suelo sentir cuando estoy trabajando como historiadora.

Es una palabra francesa: «dépaysement».

Evoca esa sensación de aturdimiento y desorientación que experimentamos cuando estamos en un sitio desconocido.

Una de las mejores cosas de ser historiadora es cuando algo que di totalmente por sentado, algo que me es muy familiar, de pronto vuelve a ser extraño.

Dépaysement es desestabilizador, pero interesante también.

Y espero que estén viendo ahora una pequeña parte de eso.

Gracias.


(Aplausos)

https://www.ted.com/talks/tiffany_watt_smith_the_history_of_human_emotions/

 

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