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Lo que no sabemos de los jóvenes musulmanes europeos – Charla TEDxExeter

Charla «Lo que no sabemos de los jóvenes musulmanes europeos» de TEDxExeter en español.

Como hija de madre afgana y padre pakistaní criada en Noruega, Deeyah Khan sabe lo que se siente al ser una niña atrapada entre su comunidad y su país. En esta emotiva y poderosa charla, la cineasta saca a la luz el rechazo y el aislamiento que sufren muchos de los jóvenes musulmanes que crecen en países occidentales, así como las consecuencias fatales de no darles el apoyo que pueden acabar encontrando en los grupos extremistas.

  • Autor/a de la charla: Deeyah Khan
  • Fecha de grabación: 2016-04-15
  • Fecha de publicación: 2017-01-26
  • Duración de «Lo que no sabemos de los jóvenes musulmanes europeos»: 1211 segundos

 

Traducción de «Lo que no sabemos de los jóvenes musulmanes europeos» en español.

Cuando era pequeña, sabía que tenía superpoderes.

Exacto.


(Risas)
Pensaba que era la mejor porque era capaz de entender los sentimientos de los «morenos», como los de mi abuelo, musulmán conservativo.

Y también entendía a mi madre afgana, a mi padre paquistaní, que no eran tan religiosos, sino relativamente liberales.

Por supuesto, también entendía los sentimientos de los blancos.

Los noruegos blancos de mi país.

Ya sabéis, blancos, morenos…

Les amaba a todos por igual.

Yo les comprendía a todos, aunque no siempre se entendieran entre ellos.

Todos eran mi gente.

Por el contrario, mi padre siempre estaba preocupado.

Repetía constantemente que, incluso con la mejor educación, yo nunca iba a tener un trato justo.

Según él, iba a enfrentarme a la discriminación.

Y la única forma de que los blancos me aceptaran, era que me hiciera famosa.

Tuvimos esta conversación cuando yo tenía siete años.

O sea, que con siete años, me dijo, «Tienes dos opciones: o el deporte, o la música.» El pobre no tenía idea de deportes…

así que tocó música.

A mis siete años, él cogió todos mis juguetes y muñecas, y los tiró a la basura.

A cambio me dio un espantoso teclado Casio…


(Risas)
Y clases de canto.

Y prácticamente me obligó a ensayar horas y horas cada día.

Pronto me llevó a tocar ante públicos cada vez más grandes, y no sé cómo me acabé convirtiendo en una especie de «niña póster» para el movimiento multicultural noruego.

Yo estaba muy orgullosa, claro.

Porque, por aquel entonces, hasta los periódicos escribían cosas buenas sobre los morenos, así que sentía cómo mi superpoder iba creciendo.

Un día, cuando tenía doce años, de camino a casa de la escuela, tomé un pequeño desvío porque quería comprar mis golosinas preferidas, los «pies salados».

Ya sé que suena muy mal, pero a mí me encantaban.

Son unos trozos de regaliz con forma de pie.

Ahora que lo digo en voz alta me doy cuenta de lo mal que suena, pero sea como sea, a mí me encantaban.

Así que una vez en la tienda, había un señor blanco en la puerta bloqueándome el paso.

Intenté rodearle, pero al darse cuenta me detuvo se me quedó mirando, y me escupió en la cara, y me dijo…

«Quítate de en medio, pequeña perra negra, pequeña perra Paki, vuelve a tu país.» Yo estaba horrorizada.

Me quedé mirándolo.

No me atrevía a limpiarme la saliva de la cara, aunque se me mezclaba con las lágrimas.

Recuerdo mirar alrededor esperando que en cualquier momento iba a venir un adulto a decirle algo.

En cambio, la gente pasaba a mi lado fingiendo no verme.

Yo no lo entendía, porque pensaba, «¡Compañeros blancos, vamos! ¿Dónde están? ¿Qué pasa? ¿Por qué no vienen a rescatarme?» Lógicamente, no me compré los dulces.

Volví corriendo a casa lo más rápido que podía.

Pero no pasaba nada, me dije a mí misma.

Con el tiempo, fui teniendo más éxito.

Ahora también me insultaban los morenos.

Unos hombres de la comunidad de mis padres pensaban que era inaceptable y deshonroso que una mujer hiciera música y saliera en los medios.

Pronto empecé a recibir ataques en mis conciertos.

Recuerdo una vez que me incliné hacia el público, y lo último que vi fue un rostro joven y moreno antes de que me arrojaran una sustancia química en los ojos.

Recuerdo tener lágrimas en los ojos sin poder ver nada, pero seguí cantando.

Paseando por Oslo me volvieron a escupir, esta vez hombres morenos.

Una vez, incluso intentaron secuestrarme.

Las amenazas de muerte nunca se terminaban.

Recuerdo a un hombre barbudo que me paró por la calle y me dijo: «La razón por la que te odio tanto es porque les haces creer a nuestras hijas que pueden hacer lo que les dé la gana.» Un chico joven me advirtió que tuviera cuidado.

Dijo, «La música va contra el Islam, y es para prostitutas, y como sigas así, te van a violar y te cortarán el vientre para que no puedas parir a otra prostituta como tú.

Yo seguía muy confundida.

No entendía qué pasaba.

Mis compañeros morenos me trataban así, ¿por qué? En lugar de unir los dos mundos, sentía que me caía por el vacío entre ambos.

Supongo que, para mí, los escupitajos eran criptonita.

Con diecisiete años, las amenazas eran interminables y el acoso era constante.

La cosa se puso tan mal que un día mi madre me dijo: «Nosotros ya no podemos protegerte, así que tendrás que irte de aquí.» Compré un tiquet de ida a Londres, hice las maletas y me fui.

Lo que más me dolió entonces es que nadie dijo nada.

Mi salida fue muy pública.

Mi gente morena, mi gente blanca, nadie dijo nada.

Nadie dijo, «Oye, esto está mal.

Apoyad a esta chica, protegedla, porque es uno de nosotros.» Nadie dijo nada de eso.

Me sentía como…

sabéis en los aeropuertos, que por la cinta de equipaje pasan varias maletas hasta que las recogen, y siempre hay una maleta que se queda, la que nadie quiere, la que nadie recoge.

Así me sentía yo.

Jamás me había sentido tan sola y perdida.

Una vez en Londres, retomé mi carrera musical.

Otro sitio, pero por desgracia la misma historia.

Recuerdo un mensaje que recibí que decía que me iban a matar y que iban a correr ríos de sangre, y que me iban a violar varias veces antes de morir.

Para entonces, la verdad es que ya estaba acostumbrada a ese tipo de mensajes, pero la novedad es que empezaron a amenazar a mi familia.

Así que de nuevo hice la maleta, dejé la música, y me fui a EEUU.

Ya estaba harta.

No quería saber nada de aquello nunca más.

Y desde luego, no iba a dejar que me mataran por algo que ni siquiera era mi sueño, que era cosa de mi padre.

Perdí el rumbo.

Me vine abajo.

Pero decidí que lo que quería hacer era pasar el resto de mis días apoyando a los jóvenes e intentando estar ahí de la forma que pudiera.

Me ofrecí voluntaria en varias organizaciones que trabajaban con jóvenes musulmanes en Europa.

Me sorprendió ver que había tantos jóvenes sufriendo y luchando.

Se enfrentaban a problemas con sus familias y comunidades a las que parecía importarles más su honor y su reputación que la felicidad y la vida de sus propios hijos.

Empecé a sentir que quizá no estaba sola, que no era rara.

Quizá hay más gente como yo por ahí.

Lo que mucha gente no entiende es que hay muchos de nosotros creciendo en Europa que no podemos ser nosotros mismos.

No nos dejan ser nosotros mismos.

No somos libres de casarnos ni enamorarnos de la persona que elegimos.

Ni elegir nuestra propia carrera.

Esa es la norma en los núcleos musulmanes europeos.

Incluso en las sociedades más libres, nosotros no lo somos.

Nuestras vidas, sueños, nuestro futuro no nos pertenece, les pertenece a nuestros padres y a su comunidad.

Conocí innumerables historias de jóvenes que no existen para nosotros, que son invisibles, pero que sufren, y lo hacen en silencio.

Niños que perdemos en matrimonios forzados, en abusos y violencia de honor.

Tras años trabajando con estos jóvenes, me di cuenta de que no puedo huir para siempre.

De que no puedo pasarme la vida asustada y escondida y de que voy a tener que hacer algo.

Y también me di cuenta de que mi silencio, nuestro silencio permite que este tipo de abuso continúe.

Decidí utilizar mi superpoder de la infancia para intentar que aquellos que están en lados opuestos entendieran cómo vive un joven atrapado entre su familia y su país.

Empecé a hacer películas y a contar estas historias.

Y también quería que entendieran las fatales consecuencias de no tomarnos estos problemas seriamente.

La primera película que hice era sobre Banaz.

Ella era una joven kurda de 17 años que vivía en Londres.

Era una chica obediente, hacía lo que sus padres querían.

Intentaba hacerlo todo bien.

Se casó con el chico que sus padres habían elegido, a pesar de que le pegaba y la violaba constantemente.

Y cuando intentó pedir ayuda a su familia, le dijeron: «Vuelve y sé una mejor esposa.» Porque no querían cargar con una hija divorciada porque claro, eso sería una deshonra para la familia.

Le pegaba tan fuerte que le sangraban las orejas, Y cuando por fin se fue y encontró un chico que le gustaba y del que se enamoró, la comunidad y su familia se enteraron, y desapareció.

La encontraron tres meses después.

La habían metido en una maleta y enterrado bajo la casa.

Fue estrangulada y golpeada hasta la muerte por tres hombres, primos suyos, mandados por el padre y el tío.

La otra tragedia en la historia de Banaz es que había acudido a pedir ayuda a la policía de Inglaterra cinco veces para decirles que su familia la iba a matar.

La policía no la creyó, así que no hicieron nada.

Y el problema de esto es que no solo hay tantos jóvenes sufriendo estos problemas dentro de sus familias y sus comunidades, sino que también se encuentran con malentendidos y con la apatía de los países en los que han crecido.

Cuando su propia familia les traiciona ellos acuden a nosotros.

y cuando nosotros no les comprendemos, los hemos perdido.

Cuando hacía esta película, varias personas me dijeron, «Bueno, Deeyah, es su cultura, es la forma que tienen de tratar a sus hijos y nosotros no podemos interferir.» Les puedo asegurar que ser asesinada no es mi cultura.

¿Saben? Y la gente que se parece a mí, chicas jóvenes que vienen de raíces como las mías, deberían tener los mismos derechos y la misma protección que cualquier persona en este país, ¿o no? En mi próxima película quería intentar comprender por qué algunos de nuestros jóvenes musulmanes en Europa se sienten atraídos por el extremismo y la violencia.

Pero si entraba en ese tema, sabía que me iba a tener que enfrentar a mi mayor miedo: los morenos con barba.

Los mismos hombres, u otros parecidos, que me habían acosado la mayor parte de mi vida.

Hombres a los que he temido la mayor parte de mi vida.

Hombres que he odiado con toda mi alma, durante muchos, muchos años.

Los siguientes dos años los pasé entrevistando a terroristas convictos, yihadies y antiguos extremistas.

Lo que ya sabía, aquello que era obvio es que la religión, la política, la tradición colonialista europea, así como las erróneas políticas exteriores occidentales de los últimos años, eran parte del mismo problema.

Pero lo que más me interesaba era averiguar cuáles son las razones humanas y personales, por qué algunos de nuestros jóvenes son susceptibles a estos grupos.

Lo que más me sorprendió es que me encontraba con personas heridas.

En lugar de los monstruos que buscaba, que esperaba encontrar…

Porque, sinceramente, habría sido muy satisfactorio…

Me encontré con gente destrozada.

Igual que Banaz, me di cuenta de que estos chicos estaban destrozados por el esfuerzo de superar la brecha entre sus familias y los países en los que habían crecido.

También aprendí que los grupos terroristas y extremistas se están aprovechando de estos sentimientos y canalizándolos de forma cínica hacia la violencia.

«Ven con nosotros,» dicen.

«Rechaza ambas partes, tu familia y tu país porque ellos te rechazan a ti.» Para tu familia, el honor es más importante que tú, y para tu país, un noruego, inglés o un francés de verdad siempre será blanco, no como tú.» También les prometen las cosas que estos chicos anhelan: relevancia, heroísmo, un propósito, sentir que encajan, una comunidad que les quiere y les acepta.

Hacen sentir poderosos a los impotentes.

Los invisibles y los mudos por fin tienen voz y presencia.

Eso es lo que les ofrecen a nuestros chicos.

¿Por qué son ellos los que lo hacen y no nosotros? La cuestión es que no intento justificar o perdonar la violencia.

Lo que intento decir es que debemos entender las razones por las que nuestros chicos buscan esto.

A propósito, quería enseñaros algo.

Estas son fotos de algunos de los chicos cuando eran pequeños.

Lo que me llamó la atención…

Nunca lo habría pensado…

Es que muchos de ellos tenían padres agresivos o ausentes.

Y varios de estos chicos encontraron figuras paternas cariñosas y compasivas dentro de estos grupos extremistas.

También había hombres maltratados por la violencia racista, que encontraron una forma de dejar de sentirse víctimas adoptando esa violencia.

De hecho, me horrorizó descubrir algo que yo misma reconocía.

Los mismos sentimientos que tuve al huir de Noruega con 17 años.

La misma confusión, la misma pena, la misma sensación de traición, y de no pertenecer a nadie.

La misma sensación de estar perdida y dividida entre culturas.

Dicho esto, yo no elegí el camino de la destrucción.

Yo escogí la cámara en lugar de la pistola.

Y la razón de ello es mi superpoder.

Fui capaz de ver que la comprensión es la respuesta y no la violencia.

Ver a los seres humanos con todas sus virtudes y defectos en lugar de perpetuar las caricaturas: nosotros y ellos, los malos y las víctimas.

También llegué a comprender que mis dos culturas no tenían por qué chocar entre ellas sino que entre las dos encontré sitio para mi voz.

Dejé de sentir la obligación de elegir un bando, pero esto me costó muchos, muchos años.

Ahora mismo, muchos de nuestros jóvenes se enfrentan a este tipo de problemas, y lo hacen ellos solos.

Tras esta lucha se convierten en heridas abiertas.

Y para algunos, la visión del Islam radical se convierte en la infección que supura en estas heridas.

Hay un proverbio africano que dice, «Si no se inicia a los jóvenes en la aldea, ellos mismos la quemarán con el fin de sentir su calor.» Me gustaría preguntar…

a los padres y comunidades musulmanas, ¿Serán capaces de amar y cuidar de sus hijos, y a no obligarles a que cumplan sus expectativas? ¿Podrán elegirles a ellos antes que a su honra? ¿Pueden comprender por qué están tan enfadados y alienados cuando anteponen el honor a la felicidad? ¿Pueden intentar hacerse amigos de su hijo para que así ellos puedan confiar en ustedes y puedan contarles sus experiencias, en lugar de buscar esa confianza en otro sitio? Y a nuestros jóvenes tentados por el extremismo, ¿Son capaces de reconocer que su ira se alimenta del dolor? ¿Encontrarán la fuerza para resistirse ante esos viejos cínicos que quieren utilizar su sangre para sus propios fines? ¿Podrán encontrar una forma de vivir? ¿No ven que la venganza más dulce es llevar una vida feliz, plena y libre? Una vida definida por ustedes y no por nadie más.

¿Por qué quieren convertirse en otro musulmán muerto? Y a los demás, ¿cuándo vamos a escuchar a nuestros jóvenes? ¿Cómo podemos apoyarlos para que redirijan su dolor a objetivos más constructivos? Creen que los odiamos.

Creen que nos da igual lo que les pase.

Creen que no los aceptamos.

¿Podemos encontrar una forma de que piensen diferente? ¿Cuánto tardaremos en darnos cuenta de que existen antes de que se conviertan en víctimas o en perpetradores de la violencia? ¿Podemos hacer que nos importen y verlos como nuestros propios hijos? ¿Y no clamar solo cuando las víctimas se parecen a nosotros? ¿Conseguiremos rechazar el odio y sanar nuestras divisiones? La cuestión es que no podemos permitirnos darlos por perdidos, aunque ellos lo hayan hecho con nosotros.

Todos estamos metidos en esto, juntos.

La venganza y la violencia no funcionarán con los extremistas.

Ellos quieren que nos escondamos en casa, con la puerta de casa y del corazón cerradas.

Quieren abrir más heridas en nuestras sociedades para poder contagiarlo todo con su infección.

Quieren que nos convirtamos en ellos: en personas crueles, intolerantes y llenas de odio.

El día después de los ataques de París un amigo mío me envió esta foto de su hija.

Una niña blanca y una niña árabe.

Son mejores amigas.

Esta imagen es la criptonita de los extremistas.

Estas dos niñas con sus superpoderes nos están mostrando el camino hacia una sociedad que debemos construir juntos, una sociedad que incluye y apoya, que no rechaza a nuestros niños.

Gracias por escuchar.

(Aplausos.)

https://www.ted.com/talks/deeyah_khan_what_we_don_t_know_about_europe_s_muslim_kids/

 

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