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Me retuvieron como rehén durante 317 días. Esto es lo que pensaba… – Charla TEDxPlaceDesNations

Charla «Me retuvieron como rehén durante 317 días. Esto es lo que pensaba…» de TEDxPlaceDesNations en español.

A Vincent Cochetel le retuvieron como rehén durante 317 días en 1998, mientras trabajaba para el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados en Chechenia. Por primera vez, relata la experiencia desde lo que fue vivir en una cámara oscura, subterránea, encadenado a su cama, hasta las conversaciones inesperadas que tuvo con sus captores. Con lirismo y contundencia, explica por qué continúa su trabajo hoy. Desde el año 2000, los ataques a los trabajadores de ayuda humanitaria se han triplicado, y se pregunta qué puede significar ese aumento para el mundo.

  • Autor/a de la charla: Vincent Cochetel
  • Fecha de grabación: 2014-12-11
  • Fecha de publicación: 2015-03-16
  • Duración de «Me retuvieron como rehén durante 317 días. Esto es lo que pensaba…»: 1187 segundos

 

Traducción de «Me retuvieron como rehén durante 317 días. Esto es lo que pensaba…» en español.

No los puedo olvidar.

Sus nombres son Aslan, Alik, Andrei, Fernanda, Fred, Galina, Gunnhild, Hans, Ingeborg, Matti, Natalya, Nancy, Sheryl, Usman, Zarema, y la lista es más larga.

Para muchos, su existencia, su humanidad, han sido reducidas a estadísticas, registradas fríamente como «incidentes de seguridad».

Para mí, eran colegas de la comunidad de trabajadores de ayuda humanitaria que trataron de llevar un poco de consuelo a las víctimas de las guerras chechenas de los 90.

Eran enfermeros, logísticos, expertos de albergaje, paralegales, intérpretes.

Y por este servicio fueron asesinados, sus familias quedaron destrozadas, y sus historias en gran medida olvidadas.

Nunca juzgaron a nadie por estos crímenes.

Yo no los puedo olvidar.

Ellos viven en mí de alguna manera, sus recuerdos me dan sentido cada día.

Pero también se instalan en la parte oscura de mi mente.

Como trabajadores de ayuda humanitaria, tomaron la decisión de estar acompañando a la víctima, brindando algún servicio, algún consuelo, alguna protección, pero cuando ellos necesitaron protección, no la tuvieron.

Si vemos el titular de los periódicos estos días sobre la guerra en Irak o Siria: —auxiliar secuestrado, rehén ejecutado—

¿Quiénes son?

¿Por qué estaban allí?

¿Qué los motivaba?

¿Cómo nos volvimos tan indiferentes a estos crímenes?

Hoy estoy aquí con Uds.

por este motivo.

Debemos encontrar maneras mejores de recordarlos.

Debemos explicar los valores clave a los que ellos dedicaban sus vidas.

También tenemos que demandar justicia.

Cuando en el 96 el Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados me envió al Cáucaso septentrional, conocí algunos de los riesgos.

Cinco colegas habían sido asesinados, tres habían sido gravemente heridos, siete ya habían sido tomados como rehenes.

Así que tuvimos cautela.

Usamos vehículos blindados, autos señuelo, cambios en los patrones de viaje, hogares cambiantes, todo tipo de medidas de seguridad.

Sin embargo, en una fría noche invernal de enero del 98, fue mi turno.

Cuando entré en mi apartamento en Vladikavkaz con un guardia, estaba rodeado de hombres armados.

Redujeron al guardia, lo pusieron en el suelo, lo golpearon frente a mí, lo ataron, lo arrastraron.

Yo estaba esposado, con los ojos vendados, me obligaron a arrodillarme, con el silenciador de un arma en mi cuello.

Cuando eso le pasa a uno, no hay tiempo para pensar, no hay tiempo para orar.

Mi cerebro quedó en automático, rebobinando rápido la vida que acababa de dejar atrás.

Me llevó un tiempo averiguar que esos hombres enmascarados no estaban allí para matarme, sino que alguien, en alguna parte, había ordenado mi secuestro.

Así empezó un proceso de deshumanización.

Yo no era más que una mercancía.

Normalmente no hablo de esto, pero me gustaría compartir con Uds.

algunos de esos 317 días de cautiverio.

Me mantuvieron en una bodega subterránea, en total oscuridad, durante 23 horas y 45 minutos cada día, y luego venían los guardias, normalmente dos.

Traían un gran trozo de pan, un plato de sopa y una vela.

Esa vela ardía durante 15 minutos, 15 minutos de preciosa luz, y luego me la quitaban, y yo volvía a la oscuridad.

Yo estaba encadenado con un cable metálico a mi cama.

Podía dar solo cuatro pasos pequeños.

Siempre soñaba con el quinto.

No tenía TV, ni radio, ni periódicos, ni nadie con quien hablar.

No tenía toalla, ni jabón, ni papel higiénico.

solo dos cubos de metal abiertos, uno para el agua, otro para residuos.

¿Imaginan que el simulacro de ejecución pueda ser un pasatiempo para los guardias por sadismo, aburrimiento o embriaguez?

Lentamente colmaban mi paciencia.

El aislamiento y la oscuridad son particularmente difíciles de describir.

¿Cómo describir la nada?

No hay palabras para describir las profundidades de la soledad que sentí en esa frontera tan delgada entre la cordura y la locura.

En la oscuridad, a veces jugaba juegos imaginarios de damas.

Me gustaba empezar con las negras, jugar con las blancas, volver a las negras, tratando de engañar al otro lado.

Ya no juego damas.

Me atormentaba el pensamiento de mi familia y mi colega, el guardia, Edik.

No sabía lo que le había sucedido.

Trataba de no pensar, trataba de ocupar mi tiempo haciendo todo tipo de ejercicio físico en el lugar.

Traté de orar, e intenté todo tipo de juegos de memorización.

Pero la oscuridad también crea imágenes y pensamientos que no son normales.

Una parte del cerebro quiere resistir, gritar, llorar, y la otra parte del cerebro ordena que nos callemos y sobrellevemos la situación.

Es un debate interno constante; no hay nadie para arbitrar.

Una vez un guardia se acercó a mí, muy agresivo, y me dijo: «Hoy vas a arrodillarte y rogar por tu comida».

Yo no estaba de buen humor, así que le insulté.

Insulté a su madre, insulté a sus antepasados.

La consecuencia fue moderada: él arrojó la comida a la basura.

Al día siguiente regresó con el mismo pedido.

Tuvo la misma respuesta, que tuvo la misma consecuencia.

Cuatro días después, me dolía todo el cuerpo.

Yo no sabía que el hambre duele tanto cuando uno tiene tan poco.

Así que cuando regresaron los guardias, me arrodillé.

Rogué por mi comida.

La sumisión era mi única manera de conseguir otra vela.

Luego de mi secuestro, me trasladaron de Osetia del Norte a Chechenia, fueron tres días de lenta marcha en diferentes coches, y, al llegar, un tipo llamado Ruslan me interrogó durante 11 días.

La rutina siempre era la misma: un poco más leve, 45 minutos.

Él venía a la bodega, pedía a los guardias que me ataran a la silla, y ponía la música a todo volumen.

Luego gritaba las preguntas.

Gritaba.

Me golpeaba.

Les evitaré los detalles.

Hay muchas preguntas que no pude entender, y otras que no quise entender.

El interrogatorio duraba lo que duraba la cinta: 15 canciones, 45 minutos.

Yo siempre añoraba la última canción.

Un día, una noche en la bodega, no sé qué era, oí el llanto de un niño sobre mi cabeza, un niño, quizá de 2 o 3 años.

Pasos, confusión, gente corriendo.

Cuando Ruslan regresó al día siguiente, antes de que me hiciera la primera pregunta, le pregunté: «

¿Cómo está tu hijo hoy?

¿Está mejor?

» Tomé a Ruslan por sorpresa.

Estaba furioso de que los guardias hubieran filtrado detalles de su vida privada.

Seguí hablando de las ONGs que proveen medicinas a las clínicas locales que podían ayudar a su hijo a mejorar.

Hablamos de educación, hablamos de las familias.

Él me habló de sus hijos.

Yo le hablé de mis hijas.

Y luego él habló de armas, de autos, de mujeres, y yo tuve que hablar de armas, de autos, de mujeres.

Y hablamos hasta la última canción de la cinta.

Ruslan era el tipo más cruel que conocí.

No me tocó nunca más.

No me hizo más preguntas.

Yo ya no era solo una mercancía.

Dos días después, me transfirieron a otro lugar.

Allí un guardia se me acercó —algo bastante inusual— y con una voz muy suave dijo: «Quiero agradecerte por la asistencia que tu organización le dio a mi familia cuando nos desplazaron en las cercanías de Daguestán».

¿Qué podía responder yo?

Era muy doloroso.

Era como una navaja en el vientre.

Me llevó semanas de debate interno tratar de conciliar las buenas razones que tuvimos para ayudar a esa familia y al afortunado soldado en que se convirtió.

Era joven, era tímido.

Nunca vi su rostro.

Quizá tenía buenas intenciones.

Pero en esos 15 segundos, me hizo cuestionar todo lo que hice, todos los sacrificios.

Me hizo pensar también cómo nos ven ellos.

Hasta entonces, yo suponía que ellos sabían por qué estábamos allí y qué estábamos haciendo.

No podemos suponer esto.

Bueno, explicar por qué hacemos esto no es tan fácil, incluso a nuestros parientes más cercanos.

No somos perfectos, ni superiores, no somos bomberos del mundo, no somos superhéroes, no detenemos guerras, sabemos que la respuesta humanitaria no sustituye a la solución política.

Sin embargo, lo hacemos porque cada vida importa.

A veces esa es la única diferencia que uno marca —una persona, una familia, un pequeño grupo de personas— y es importante.

Cuando uno tiene un tsunami, un terremoto o un huracán, ve equipos de rescatistas procedentes de todo el mundo, que buscan sobrevivientes durante semanas.

¿Por qué?

Nadie pone en duda esto.

Cada vida importa, o cada vida debería importar.

Es lo mismo para nosotros cuando ayudamos a los refugiados, personas desplazadas dentro de su país por el conflicto, o personas apátridas, conozco a muchas personas, cuando enfrentan un sufrimiento abrumador, se sienten impotentes y se detienen allí.

Es una pena, porque hay muchas formas de ayudar.

No nos detenemos en ese sentimiento.

Tratamos de hacer lo posible por brindar alguna ayuda, algo de protección, algo de consuelo.

Tenemos que hacerlo.

No podemos hacer otra cosa.

Es lo que nos hace sentir, no sé, simplemente humanos.

Esa es una imagen mía el día de mi liberación.

Meses después de mi liberación, encontré al exprimer ministro francés.

La segunda cosa que me dijo fue: «Ud.

fue totalmente irresponsable al ir al Cáucaso Norte.

No sabe cuántos problemas nos ha generado».

Fue una reunión corta.


(Risas)
Creo que ayudar a la gente en peligro es ser responsable.

En esa guerra, que nadie seriamente quería detener, y hoy tenemos muchas así, llevar un poco de ayuda a los necesitados y un poco de protección no fue solo un acto de humanidad, marcó una diferencia real para la gente.

¿Por qué él no podía entender esto?

Tenemos la responsabilidad de intentarlo.

Conocen ese concepto: la responsabilidad de proteger.

Los resultados pueden depender de diversos parámetros.

Incluso podemos fallar, pero peor que fracasar es no haberlo intentado cuando pudimos hacerlo.

Bueno, si piensan así, si participan en este tipo de trabajo, sus vidas estarán colmadas de alegría y de tristeza, porque hay mucha gente a la que no podemos ayudar, mucha gente a la que no podemos proteger, mucha a la que no podemos salvar.

los llamo mi fantasma, y por haber sido testigo de su sufrimiento de cerca, uno lleva un poco de ese sufrimiento consigo.

Muchos jóvenes trabajadores humanitarios transitan su primera experiencia con mucha amargura.

Son arrojados a situaciones en las que son testigos, pero a la vez impotentes de llevar algún cambio.

Tiene que aprender a aceptarlo y poco a poco transformar esto en energía positiva.

Es difícil.

Muchos no tienen éxito, pero para quienes sí lo tienen, no hay otro trabajo como este.

Uno puede ver la diferencia que marca cada día.

Los trabajadores de ayuda humanitaria conocen el riesgo que están asumiendo en zonas de conflicto o en situaciones posteriores a conflictos, sin embargo, nuestra vida, nuestro trabajo, cada vez está más en peligro, y la santidad de la vida se está desvaneciendo.

¿Saben que desde el inicio del milenio, se ha triplicado la cantidad de ataques contra trabajadores humanitarios?

2013 batió nuevos récords: 155 colegas asesinados, 171 heridos graves, 134 secuestrados.

Demasiadas vidas rotas.

Hasta el inicio de la guerra civil en Somalia en los pasados años 80, los trabajadores de ayuda humanitaria a veces eran víctimas de lo que llamamos daños colaterales, pero por lo general no éramos el objetivo de estos ataques.

Esto ha cambiado.

Miren esta imagen.

Bagdad, agosto de 2003: 24 colegas asesinados.

Atrás han quedado los días en que una bandera azul de la ONU o una Cruz Roja nos protegían automáticamente.

Grupos criminales y algunos grupos políticos se han mezclado en los últimos 20 años, creando esta suerte de híbridos con los que no tenemos forma de comunicarnos.

Cuestionan los principios humanitarios, los ponen a prueba y a menudo los ignoran.

Pero quizá, más importante, hemos abandonado la búsqueda de justicia.

Parece no haber consecuencia alguna de los ataques contra trabajadores de ayuda humanitaria.

Después de mi liberación, me dijeron que no buscara justicia.

«No te hará ningún bien», me dijeron.

«Además, pondrá en peligro la vida de otros colegas».

Me llevó años ver la sentencia de tres personas asociadas con mi secuestro, pero esto fue la excepción.

No hubo justicia para los trabajadores de ayuda humanitaria asesinados o secuestrados en Chechenia entre el 95 y el 99, y es así en todo el mundo.

Esto es inaceptable.

Esto es imperdonable.

Los ataques contra trabajadores humanitarios son crímenes de guerra en el derecho internacional.

Esos crímenes no deben quedar impunes.

Debemos poner fin a este ciclo de impunidad.

Consideremos que esos ataques contra los trabajadores de ayuda humanitaria son ataques contra la humanidad misma.

Eso me pone furioso.

Sé que soy muy afortunado en comparación con los refugiados para los que trabajo.

No sé cómo es ver a mi ciudad destruida.

No sé cómo es que maten a mis parientes ante mí.

No sé cómo es perder la protección de mi país.

También sé que soy muy afortunado en comparación con otros rehenes.

Cuatro días antes de mi accidentada liberación, decapitaron a cuatro rehenes a pocos km de donde yo estaba en cautiverio.

¿Por qué a ellos?

¿Por qué estoy yo hoy aquí?

No hay respuesta fácil.

Recibí mucho apoyo de familiares, colegas, amigos, de gente que no conocía.

Ellos me han ayudado a lo largo de los años a salir de la oscuridad.

No todo el mundo fue tratado con la misma atención.

¿Cuántos de mis colegas, después de un incidente traumático, retomaron su vida?

Puedo contar los nueve que conocí personalmente.

¿Cuántos de mis colegas pasaron por un divorcio difícil después de una experiencia traumática porque no podían explicarle nada más a su cónyuge?

He perdido esa cuenta.

Hay un precio para este tipo de vida.

En Rusia, los monumentos de guerra tienen arriba esta hermosa inscripción.

Dice «Никто не забыт, ничто не забыто».

«Nadie se olvida, nada se olvida».

Yo no olvido a mis colegas perdidos.

No puedo olvidar nada.

Hago un llamamiento a que recuerden su dedicación y que exijan que los trabajadores humanitarios de todo el mundo estén mejor protegidos.

No debemos permitir que se apague la luz de la esperanza que trajeron.

Después de mi experiencia, muchos colegas me preguntaron: «

¿Por qué sigues?

¿Por qué haces este tipo de trabajo?

¿Por qué tienes que volver a eso?

» Mi respuesta fue muy simple: De haber renunciado, implicaría que ganaron mis secuestradores, que habrían tomado mi alma y mi humanidad.

Gracias.


(Aplausos)

https://www.ted.com/talks/vincent_cochetel_i_was_held_hostage_for_317_days_here_s_what_i_thought_about/

 

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