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Mi casa de US$500 en Detroit…y los vecinos que me ayudaron a reconstruirla – Charla TEDNYC

Charla «Mi casa de US$500 en Detroit…y los vecinos que me ayudaron a reconstruirla» de TEDNYC en español.

En el 2009, el periodista y guionista Drew Philp compró una casa en ruinas en Detroit por US$500. Durante los años siguientes, mientras limpiaba el interior y removía los montones de basura apilada en los cuartos, no solo aprendió como reparar una casa: aprendió como construir una comunidad.
En un tributo a la ciudad que ama, Philp nos habla sobre la “vecindad radical”, y plantea que tenemos “el poder de crear el mundo de nuevo, juntos, y de hacerlo nosotros mismos cuando nuestros gobiernos se rehúsan”.

  • Autor/a de la charla: Drew Philp
  • Fecha de grabación: 2017-11-16
  • Fecha de publicación: 2018-04-03
  • Duración de «Mi casa de US$500 en Detroit…y los vecinos que me ayudaron a reconstruirla»: 823 segundos

 

Traducción de «Mi casa de US$500 en Detroit…y los vecinos que me ayudaron a reconstruirla» en español.

En el 2009 compré una casa en Detroit por 500 dólares.

No tenía ventanas, ni cañerías, ni electricidad y estaba llena de basura.

La planta baja estaba ocupada con casi 5000 kilos de basura, y eso incluía una gran parte de un Dodge Caravan, cortado en pedazos con una sierra recíproca.


(Risas)
Viví casi dos años sin calefacción, muchas veces los disparos me despertaron de un sueño profundo, fui atacado por una jauría de perros salvajes y arranqué mis muebles de cocina de una escuela abandonada, ya que la estaban demoliendo activamente.

Este es, por supuesto, el Detroit del que escuchan hablar.

No nos engañemos, es real.

Pero también hay otro Detroit.

Otro Detroit más esperanzado, más innovador, y que podría ofrecer algunas respuestas para las ciudades que luchan por reinventarse en cualquier parte.

Estas respuestas, sin embargo, no siempre se adhieren a la sabiduría convencional sobre un buen desarrollo.

Pienso que el verdadero punto fuerte de Detroit se reduce a dos palabras: vecindad radical.

Y no fui capaz de verla por mí mismo hasta que viví ahí.

Hace una década me mudé a Detroit, sin tener amigos, ni trabajo, ni dinero, en un momento en el que parecía que todos se estaban mudando de ahí.

Entre el 2000 y el 2010, el 25 % de la población de la ciudad se fue.

Esto incluía más o menos la mitad de los niños en edad escolar.

Esto fue después de seis décadas de deterioro.

Una ciudad hecha para unos dos millones se redujo a menos de 800 000.

Lo que normalmente no se escucha es que la gente no se fue muy lejos.

La población del área metropolitana de Detroit se mantuvo bastante estable desde los años 70.

Mucha de la gente que dejó Detroit solo se fue a los suburbios, mientras que los 360 kilómetros cuadrados de la ciudad se deterioraron, dejando unos 103 kilómetros cuadrados de tierra abandonada —casi el tamaño de San Francisco—.

Al margen de los clichés, como el vago y sin agente «desindustrialización», el éxodo de Detroit puede ser resumido con dos estructuras: autopistas y paredes.

Las autopistas, junto con enormes subsidios gubernamentales para los suburbios mediante infraestructuras y préstamos hipotecarios, permitieron a la gente dejar la ciudad a voluntad, llevándose con esto los dólares para la base impositiva, trabajo y educación.

Las paredes aseguraron que solo ciertas personas se pudieran ir.

En muchos lugares, paredes de ladrillo y concreto separan a la ciudad de los suburbios, blanco y negro, atravesando directamente calles municipales y vecindarios.

Son meras manifestaciones físicas de racismo en el área de la vivienda como el ‘redlining’, [Negar servicios a la gente de color] convenios restrictivos, y terror absoluto.

En 1971, el Ku Klux Klan bombardeó 10 autobuses escolares con tal de que no transportaran a estudiantes integrados.

Todo esto hizo a Detroit la zona metropolitana con más segregación racial de EE.

UU.

Crecí en una pequeña ciudad de Michigan, como hijo de una familia de obreros.

Y después de la universidad quise hacer algo —quizá ingenuamente— para ayudar.

No quería convertirme en uno del casi 50 % de graduados universitarios que en esa época dejaban el estado, y pensé que podría usar mi selecta educación universitaria en casa, para hacer algo positivo.

Había leído algo de la gran filósofa americana llamada Grace Lee Boggs que justamente vivía en Detroit, y ella dijo algo que no puedo olvidar: «Lo más radical que hice fue quedarme en el mismo sitio».

Pensé que comprando una casa podría atarme para siempre a la ciudad actuando además como una protesta física contra esas paredes y autopistas.

Como no había subsidios ni préstamos para todos, decidí que iba a hacer esto sin ellos y que iba a hacer mi propia lucha contra la ciudad que había gravitado sobre mi niñez con herramientas de poder.

Finalmente encontré una casa abandonada en un vecindario llamado Poletown.

Parecía que había venido el apocalipsis.

El vecindario estaba en una pradera.

Una extensión enorme y abierta de pasto hasta la cintura solo lleno con un puñado de estructuras deterioradas y abandonadas y unos pocos contestatarios valientes con casas bien mantenidas.

Solo a unos 15 minutos en bicicleta desde el estadio de béisbol, el vecindario era positivamente rural.

Las casas abandonadas lucían como cajas de cartón dejadas en la lluvia; monstruosidades de dos pisos con estructuras totalmente abiertas y porches fundidos.

Una de las cosas más impresionantes que recuerdo fueron los rosales, olvidados y creciendo salvajemente sobre cercas caídas, a los que ya nadie cuidaba.

Esta era mi casa el día que le puse tablas para protegerla de los elementos y de un deterioro mayor.

Finalmente, la compré en una subasta en vivo del condado.

Asumí que el vecindario estaba muerto.

Que yo era como un pionero.

No podría haber estado más equivocado.

De ningún modo era un pionero, y entendí lo ofensivo que era eso.

Una de las primeras cosas que aprendí fue a sumar mi voz al coro, a no modificar lo que ya estaba pasando.

(Voz quebrada) Porque el vecindario no había muerto.

Solo había cambiado en un modo que era difícil de ver si uno no vivía allí.

Poletown era el hogar de una comunidad increíblemente hábil, inteligente y resiliente.

Fue allí donde experimenté por primera vez el poder de la vecindad radical.

Durante el año que trabajé en mi casa antes de mudarme, viví en una microcomunidad dentro de Poletown, fundada por un granjero rebelde y virtuoso llamado Paul Weertz.

Paul era maestro en una escuela pública de Detroit para mujeres embarazadas y con hijos, y su idea era enseñar a las mujeres jóvenes a criar a sus hijos cultivando plantas y animales.

Aunque el promedio nacional de graduación de adolescentes embarazadas es del 40 %, en la academia Catherine Ferguson a menudo era de más del 90 %, en parte debido al ingenio de Paul.

Paul llevó mucha innovación a su manzana en Poletown, a la cual administró por más de 30 años, comprando casas cuando eran abandonadas, animando a sus amigos a mudarse allí y a los vecinos a quedarse y ayudando a aquellos que querían comprar su casa y arreglarla.

En un vecindario en donde muchas manzanas ahora solo tenían una o dos casas, todas las casas de la manzana de Paul resistían.

Es un testimonio increíble del poder de una comunidad, de permanecer en un lugar y asumir la responsabilidad sobre sus alrededores —simplemente haciéndolo ellos mismos—.

Es un lugar donde los doctores negros viven al lado de los hípsteres blancos, cerca de madres inmigrantes de Hungría o de escritores talentosos de las junglas de Belice, me mostró que Detroit no era solo blanca y negra, y que la diversidad puede florecer cuando es fomentada.

Cada año, los vecinos enfardan heno para los animales de granja del lugar, y eso me enseñó cuánto puede hacer un grupo pequeño de gente cuando trabajan juntos, y el magnetismo de las ideas fantásticas pero prácticas.

La vecindad radical es cuando una casa detrás de la manzana de Paul se quema, y en lugar de dejarla llenar con basura y desesperación, Paul y la comunidad que lo rodea crean un jardín gigante circular rodeado por docenas de árboles frutales, colmenas y parcelas de jardín para cualquiera que lo desee, lo que me hace a ver que los desafíos pueden ser a veces un recurso.

Es donde los residentes experimentan con energía renovable y agricultura urbana y ofrecen sus destrezas y descubrimientos a otros, ilustrando que no es necesario tener que pedirle al gobierno que provea soluciones.

Podemos empezar nosotros.

Es donde, durante meses, uno de mis vecinos dejó su puerta sin llave en una de las ciudades más violentas y peligrosas de América para que pudiera ducharme cada vez que necesitaba ir a trabajar, porque aún no tenía una.

Fue cuando vino el momento de levantar la viga de mi casa que sostiene la estructura arriba —una viga que corté de una fábrica de reciclado abandonada donde no quedaba ninguna pared en pie— una docena de residentes de Poletown vinieron para levantarla, al estilo Amish.

La vecindad radical es un cigoto que se convierte en una visión para hogares y comunidades reconstruidos de forma que respeten a la humanidad y al entorno.

Es entender que tenemos el poder de crear el mundo de nuevo, juntos, y de hacerlo nosotros mismos cuando nuestros gobiernos se rehúsan.

Este es el Detroit sobre el que no se oye mucho.

El Detroit entre la ruina de la pornografía por un lado y los cafés de los hípsteres y los multimillonarios que lo salvan por el otro.

Hay un tercer modo de reconstruir, y este declina cometer los mismos errores del pasado.

Mientras construía mi casa, encontré algo que no sabía que estaba buscando: lo que buscan los milenarios y la gente que está regresando.

Vecindad radical es solo otro nombre para comunidad verdadera, el vínculo amable de mi memoria e historia, la confianza mutua y la familiaridad construida con los años e irremplazable.

Y ahora, como pueden haber escuchado, Detroit está teniendo un renacimiento y levantándose de las cenizas de la desesperación, y los hijos y los nietos de los que huyeron están regresando, lo que es verdad.

Lo que no es verdad es que el renacimiento esté llegando a la mayoría, o a más de una pequeña fracción de ellos que no viven en las áreas centrales de la ciudad.

Esta es la clase de gente que estuvo en Detroit durante generaciones y son en su mayoría negros.

Solo en el 2016, el año pasado, (Voz quebrada) a una de cada seis casas en Detroit le cortaron el agua.

Disculpen.

Las Naciones Unidas lo llamaron una violación de los derechos humanos.

Y desde el 2005, una de cada tres casas —piensen en esto, por favor— una de cada tres casas han sido embargadas en la ciudad, lo que representa una población del tamaño de Búfalo, en Nueva York.

(Gimotea) Una de cada tres casas embargadas no es una crisis de responsabilidad personal; es sistémico.

Muchos de Detroit, incluyéndome a mí estamos preocupados de que la segregación esté volviendo a la ciudad misma en los faldones del renacimiento.

Hace diez años, no era posible ir a ningún lado en Detroit y estar en un grupo compuesto completamente de gente blanca.

Ahora, inquietantemente, eso es posible.

Es el precio que estamos pagando por la resurgencia económica convencional.

Estamos creando dos Detroits, dos clases de ciudadanos, resquebrajando a la comunidad.

Por todo el dinero y los subsidios, todas las farolas instaladas, los dólares para los nuevos estadios y los avisos elegantes, y el ajetreo positivo, le estamos cortando el agua a decenas de miles de personas que viven en los Grandes Lagos, la fuente mundial más grande de ella.

‘Separado’ siempre significó ‘desigual’.

Este es un grave error para todos nosotros.

Cuando el desarrollo económico llega a costa de la comunidad, no solo son aquellos que han perdido sus casas o el acceso al agua los afectados, también rompe pedacitos de nuestra propia humanidad.

Ninguno puede ser verdaderamente libre, nadie puede sentirse realmente confortable, hasta que nuestros vecinos también lo estén.

Para aquellos de nosotros que venimos, significa que debemos asegurarnos de que no estamos contribuyendo a la destrucción de la comunidad otra vez, y de seguir la guía de los que han estado trabajando en estos problemas por años.

En Detroit, eso significa que los ciudadanos promedio se encarguen de crear estaciones de agua y reparto para los que perdieron el acceso a ella.

O que el clero y los maestros participen en desobediencia civil para bloquear los camiones que cortan el agua.

Son organizaciones que vuelven a comprar las casas embargadas para sus habitantes o combaten la desinformación en las ventas forzosas en redes sociales y las líneas directas manejadas por voluntarios.

Para mí, implica ayudar a otros a levantar las vigas de sus casas que estaban abandonadas, o ayudar a educar a los que son privilegiados, que cada vez más se mudan a las ciudades, en cómo podrían venir y ayudar en vez de presionar a las comunidades actuales.

Es contribuir cuando un pequeño grupo de vecinos decide volver a comprar una casa embargada y devolver los títulos a sus ocupantes.

Y para Uds., para todos nosotros, implica encontrar un rol en nuestras propias comunidades.

Implica vivir nuestra vida como un reflejo del mundo en el que queremos vivir.

Implica confiar en aquellos que más conocen los problemas —la gente que los vive—, en sus soluciones.

Sé que un tercer modo es posible porque lo he vivido.

Lo vivo ahora en un vecindario llamado Poletown en una de las ciudades más difamadas del mundo.

Si lo podemos hacer en Detroit, Uds.

también pueden hacerlo donde viven.

Lo que aprendí durante esta década, al construir mi casa, no fue tanto de instalación eléctrica, fontanería, o carpintería —aunque sí aprendí estas cosas— es que un cambio verdadero, real, empieza con la comunidad, con una percepción radical de lo que significa ser un vecino.

Esto por lo menos convirtió a una casa abandonada en un hogar.

Gracias.


(Aplausos)

https://www.ted.com/talks/drew_philp_my_500_house_in_detroit_and_the_neighbors_who_helped_me_rebuild_it/

 

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