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Charla «Mi hijo era un tiroteador en Columbine y esta es mi historia» de TEDMED 2016 en español.
Sue Klebold es la madre de Dylan Klebold, uno de los dos tiroteadores que cometieron la masacre de la secundaria Columbine, asesinando a 12 estudiantes y un maestro. Ha pasado años excarvando cada detalle de su vida familiar, tratando de entender lo que pudo haber hecho para evitar la violencia de su hijo. En esta difícil y frenética charla, Klebold explora la intersección entre la salud mental y la violencia, abogando por que padres y profesionales sigan examinando el vínculo entre el pensamiento suicida y el pensamiento homicida.
- Autor/a de la charla: Sue Klebold
- Fecha de grabación: 2016-11-30
- Fecha de publicación: 2017-02-02
- Duración de «Mi hijo era un tiroteador en Columbine y esta es mi historia»: 918 segundos
Traducción de «Mi hijo era un tiroteador en Columbine y esta es mi historia» en español.
La última vez que oí la voz de mi hijo fue cuando salió por la puerta principal de camino a la escuela.
Dijo una palabra en la oscuridad: «Adiós».
Era el 20 de abril de 1999.
Más tarde esa mañana, en la escuela secundaria Columbine, mi hijo Dylan y su amigo Eric asesinaron a 12 estudiantes y a un profesor e hirieron a otras 20 personas antes de quitarse la vida.
Trece personas inocentes fueron asesinadas dejando a sus seres queridos en estado de dolor y trauma.
Otros sufrieron lesiones, algunos desfiguración y discapacidad permanente.
Pero la magnitud de la tragedia no puede medirse solo por la cantidad de muertes y heridas ocurridas.
No hay manera de cuantificar el daño psicológico de quienes estaban en la escuela, o participaron en los esfuerzos de rescate o limpieza.
No hay manera de evaluar la magnitud de una tragedia como la de Columbine, sobre todo cuando puede ser un modelo para otros tiroteadores que siguen cometiendo sus propias atrocidades.
Columbine fue una ola gigante, y cuando todo terminó, pasaron años hasta que la comunidad y la sociedad entendieran su impacto.
Me llevó años aceptar el legado de mi hijo.
El comportamiento cruel que marcó el fin de su vida me mostró que él era una persona diferente de la que yo conocía.
Después la gente preguntaba: «¿Cómo podía no saberlo? ¿Qué clase de madre era Ud.?» Todavía me hago las mismas preguntas.
Antes de los disparos, me consideraba una buena mamá.
Ayudar a mis hijos a ser adultos cuidadosos, sanos y responsables era el papel más importante de mi vida.
Pero la tragedia me convenció de que fracasé como madre, y en parte este sentimiento de fracaso me trae aquí hoy.
Aparte de su padre, yo era la única persona que más conocía y amaba a Dylan.
Si alguien hubiera sabido qué estaba pasando, debería haber sido yo, ¿no? Pero yo no lo sabía.
Hoy, vine a compartir la experiencia de cómo es ser la madre de alguien que mata e hiere.
Durante años después de la tragedia repasé recuerdos, tratando de averiguar exactamente dónde fallé como madre.
Pero no hay respuestas sencillas.
No puedo darles una solución.
Solo puedo compartir lo aprendido.
Cuando hablo con personas que no me conocían antes de la matanza, tengo tres desafíos a cumplir.
Primero, cuando entro en una sala como esta, nunca sé si alguien sufrió pérdidas a causa de lo que hizo mi hijo.
Siento necesidad de reconocer el sufrimiento causado por alguien de mi familia que no está aquí para hacerlo por su cuenta.
Así que primero, con todo mi corazón, siento que mi hijo le ha causado dolor.
Mi segundo desafío es que debo pedir comprensión e incluso compasión cuando hablo de la muerte de mi hijo como suicida.
Dos años antes de su muerte, escribió en un papel en un cuaderno que se estaba autolesionando.
Dijo que vivía en agonía y que quería conseguir una pistola para poder terminar con su vida.
No supe nada de esto hasta meses después de su muerte.
Al hablar de su muerte como suicida no trato de minimizar la brutalidad que mostró al final de su vida.
Trato de entender cómo su pensamiento suicida lo llevó a asesinar.
Tras mucha lectura y hablar con expertos, he llegado a creer que su participación en los disparos no radicó en su deseo de matar sino en su deseo de morir.
Mi tercer desafío al hablar del asesinato-suicidio de mi hijo es que hablo de salud mental, disculpen, hablo de salud mental, o salud cerebral, como prefiero llamarla, porque es algo más concreto.
Y en el mismo sentido, hablo de violencia.
Lo último que quiero es contribuir al malentendido que ya existe en torno a la enfermedad mental.
Solo un porcentaje muy pequeño de los enfermos mentales son violentos hacia otras personas, pero de los que mueren por suicidio, se estima que de un 75 % a quizá un 90 % tienen un diagnóstico de enfermedad mental de algún tipo.
Como saben muy bien, nuestro sistema de salud mental no está equipado para ayudar a todos, y no todo el que tenga pensamientos destructivos se ajusta a los criterios de un diagnóstico específico.
Muchos que tienen sentimientos continuos de miedo o enojo o desesperanza nunca son evaluados o tratados.
Muy a menudo, nos llaman la atención solo si llegan a una crisis de conducta.
Si las estimaciones son correctas del 1 % al 2 % de los suicidios implican el asesinato de otra persona, si aumenta la tasa de suicidios, como aumenta en algunas poblaciones, la tasa de asesinato-suicidio aumentará también.
Yo quería entender qué estaba pasando en la mente de Dylan antes de su muerte, por eso busqué respuestas en otros supervivientes de pérdida por suicidio.
Investigué y ayudé en forma voluntaria a eventos de recaudación de fondos, y siempre que pude hablé con supervivientes de crisis de suicidio o intento de suicidio.
Una de las conversaciones más útiles que tuve fue con una colega de trabajo que me oyó hablar con otra persona en la oficina.
Me oyó decir que quizá Dylan no me amaba si pudo hacer algo tan horrible como lo que hizo.
Más tarde, cuando me encontró sola, se disculpó por haber oído la conversación, pero me dijo que me equivocaba.
Me dijo que cuando ella era madre joven soltera con tres niños pequeños, sufrió una gran depresión y fue hospitalizada para mantenerla a salvo.
En ese momento, estaba segura de que sus hijos estarían mejor si ella moría, por eso había planeado terminar con su vida.
Me aseguró que el amor de una madre era el vínculo más fuerte en la Tierra, y que amaba a sus hijos más que a nada en el mundo, pero debido a su enfermedad, estaba segura de que ellos estarían mejor sin ella.
Lo que ella me dijo y he aprendido de otros es que no tomamos la decisión de morir por suicidio de la misma manera que elegimos qué auto conducir o a dónde ir un sábado por la noche.
Cuando alguien está en un estado extremadamente suicida, está en una etapa cuatro de emergencia médica de salud.
Se le nubla el entendimiento y pierde el control de sí.
Aunque pueda hacer planes y actuar con lógica, su sentido de la verdad se distorsiona por un filtro de dolor a través del cual interpreta su realidad.
Algunas personas pueden ocultar muy bien este estado, y suelen tener buenas razones para hacerlo.
Muchos tenemos pensamientos suicidas en algún momento, pero los pensamientos de suicidio persistentes y diseñar un medio para morir son síntomas de patología y, como muchas enfermedades, la enfermedad tiene que ser reconocida y tratada antes de perder la vida.
Pero la muerte de mi hijo no fue puramente un suicidio.
Fue también un asesinato en masa.
Yo quería saber cómo el pensamiento suicida se convirtió en homicida.
Pero hay poca investigación y no hay respuestas simples.
Sí, quizá tenía depresión continua.
Tenía una personalidad perfeccionista y autosuficiente que hacía menos probable que buscase ayuda en otros.
Había tenido eventos desencadenantes en la escuela que lo ofendieron, humillaron y perturbaron.
Y tenía una amistad complicada con un chico que compartía sus sentimientos de rabia y enajenación, que estaba seriamente perturbado, que era controlador y homicida.
Y además, en esta etapa de su vida, de vulnerabilidad y fragilidad extremas, Dylan tuvo acceso a armas si bien nunca habríamos tenido armas en casa.
Le fue extremadamente fácil comprar armas a un muchacho de 17 años, legal o ilegalmente, sin mi permiso o conocimiento.
Y, en cierta forma, 17 años después y muchos tiroteos en escuelas más tarde, sigue siendo sumamente fácil.
Dylan ese día me partió el corazón, y como ocurre a menudo con el trauma, me impactó en cuerpo y mente.
Dos años tras los disparos, tuve cáncer de mama, y dos años después de eso, empecé a tener problemas de salud mental.
Además de la pena constante y perpetua me aterraba encontrarme con algún familiar de alguien a quien Dylan mató, o ser acusada por la prensa o por alguien enojado.
Tenía miedo de poner las noticias y que me tildaran de madre terrible o persona desagradable.
Empecé a tener ataques de pánico.
Tuve el primer ataque cuatro años tras los disparos, cuando me preparaba para testificar y debía ver a la familia de las víctimas, cara a cara.
El segundo ataque empezó seis años tras los disparos, cuando me disponía a hablar en público del asesinato-suicidio por primera vez en una conferencia.
Ambos episodios duraron varias semanas.
Los ataques ocurrían en todas partes: en la ferretería, en mi oficina, o mientras leía un libro en la cama.
Mi mente de repente se bloqueaba en este ciclo de terror y sin importar cuanto intentase calmarme o razonar, no podía lograrlo.
Parecía que el cerebro quería matarme, y luego, el temor a temer absorbía todos mis pensamientos.
Fue entonces que conocí de primera mano cómo es sentir una mente que falla, y entonces me volví defensora de la salud del cerebro.
Con terapia, medicación y autocuidado, la vida al fin volvió a ser lo que solía ser normal dadas las circunstancias.
Cuando repasé lo ocurrido, pude ver que la espiral de disfunción de mi hijo quizá se produjo en un periodo de unos dos años, mucho tiempo para ayudarlo, de haber sabido que necesitaba ayuda y de saber qué hacer.
Cada vez que alguien me pregunta «¿Cómo pudiste no saberlo?», siento como un puñetazo en el estómago.
Conlleva acusación y desata un sentimiento de culpa que sin importar la terapia que haya hecho nunca erradicaré por completo.
Pero he aprendido algo: si el amor fuera suficiente para evitar que un suicida se dañe a sí mismo, casi no ocurrirían suicidios.
Pero el amor no es suficiente, y prevalece el suicidio.
Es la segunda causa principal de muerte en personas de 10 a 34 años, y 15 % de la juventud de EE.UU.
informa haber tenido un plan suicida el año pasado.
He aprendido que no importa cuánto queramos creer que podemos, no podemos conocer ni controlar todo lo que nuestros seres queridos piensan y sienten y que creer testarudamente que somos diferentes, que alguien que amamos nunca pensaría en hacerse daño o dañar a alguien, puede hacer que no veamos lo oculto a simple vista.
Y si ocurre lo peor, tendremos que aprender a perdonarnos por no saber o por no hacer las preguntas correctas o no encontrar el tratamiento adecuado.
Siempre deberíamos suponer que alguien que amamos puede estar sufriendo, independientemente de lo que diga o cómo actúe.
Deberíamos escuchar con todo nuestro ser, sin juicios, y sin ofrecer soluciones.
Sé que voy a vivir con esta tragedia, con estas múltiples tragedias, el resto de mi vida.
Sé que muchos pensarán que mi pérdida no puede compararse con la pérdida de otras familias.
Sé que mi lucha no hace la suya más fácil.
Sé que hay incluso quienes piensan que no tengo derecho a ningún dolor, sino solo a una vida de penitencia permanente.
Al final, todo se reduce a esto: El hecho trágico es que incluso el más vigilante y responsable quizá no pueda ayudar, pero por el bien del amor, nunca debemos dejar de intentar conocer lo incognoscible.
Gracias.
(Aplausos)
https://www.ted.com/talks/sue_klebold_my_son_was_a_columbine_shooter_this_is_my_story/