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Por qué lucho por la educación de niñas refugiadas (como yo) – Charla TEDxKakumaCamp

Charla «Por qué lucho por la educación de niñas refugiadas (como yo)» de TEDxKakumaCamp en español.

Tras huir siendo niña de Sudán del Sur, un país desgarrado por la guerra, Mary Maker encontró seguridad y esperanza en la escuela del campamento de refugiados de Kakuma, en Kenia. Ahora es profesora de niños refugiados y considera que la educación es una herramienta clave para reconstruir sus vidas y para empoderar a una generación de niñas, a quienes a menudo se les niega el acceso al aula. «Para un niño de la guerra, la educación puede transformar su llanto de pérdida en pasión por la paz», afirma Maker.

  • Autor/a de la charla: Mary Maker
  • Fecha de grabación: 2018-06-09
  • Fecha de publicación: 2018-08-15
  • Duración de «Por qué lucho por la educación de niñas refugiadas (como yo)»: 1007 segundos

 

Traducción de «Por qué lucho por la educación de niñas refugiadas (como yo)» en español.

No elegimos dónde nacemos.

No elegimos a nuestros padres.

Pero decidimos cómo vivir nuestras vidas.

Yo no decidí nacer en Sudán del Sur, un país con numerosos conflictos.

No elegí mi nombre, Nyiriak, que significa «guerra».

Siempre lo he rechazado así como todo el legado con el que nací.

Decidí llamarme Mary.

Como profesora, he estado frente a 120 estudiantes, así que este escenario no me intimida.

Mis alumnos proceden de países desgarrados por la guerra.

Son muy diferentes entre ellos, pero todos tienen algo en común: huyeron de sus hogares para permanecer con vida.

Algunos de ellos provienen de padres que están en Sudán del Sur, matándose unos a otros porque pertenecen a tribus diferentes o tienen creencias distintas.

Los demás proceden de otros países africanos devastados por la guerra.

Pero cuando entran en mi aula, hacen amigos, caminan juntos a casa, hacen los deberes juntos.

El odio no se permite en mi clase.

Mi historia es como la de muchos otros refugiados.

La guerra empezó cuando yo todavía era bebé.

Y mi padre, quien estuvo ausente la mayor parte de mi infancia, hacía lo que los demás hombres hacían: luchar por el país.

Tenía dos esposas y muchos hijos.

Mi madre era su segunda esposa; se casó con él a los 16 años.

Fue así simplemente porque mi madre era de origen pobre y no tuvo elección.

Mi padre, por otro lado, era rico.

Poseía muchas vacas.

Los balazos estaban a la orden del día.

Mi comunidad era atacada constantemente.

Las comunidades luchaban entre sí aun cuando sacaban agua del Nilo.

Pero eso no era todo.

Los aviones lanzaban terribles bombas de rebote que amputaban los miembros de la gente.

Pero lo más aterrador para cualquier padre era ver a sus hijos ser secuestrados y convertidos en jóvenes soldados.

Mi madre cavó una trinchera que pronto se convirtió en nuestro hogar.

Pero aún así, no nos sentíamos protegidos.

Tuvo que huir en busca de un lugar seguro para nosotros.

Yo tenía cuatro años y mi hermana menor, dos.

Nos unimos a una muchedumbre y juntos anduvimos durante muchos días agonizantes en busca de un lugar seguro.

Pero apenas podíamos descansar antes de ser atacados de nuevo.

Recuerdo que mi madre estaba embarazada y que nos cargaba a mi hermana y a mí por turnos.

Finalmente logramos cruzar la frontera con Kenia.

Fue el viaje más largo que he hecho en mi vida.

Tenía los pies en carne viva por las ampollas.

Para nuestra sorpresa, encontramos a miembros de la familia que habían huido al campamento antes, este donde estamos hoy, el campamento de Kakuma.

Quiero que permanezcan en silencio por un momento.

¿Oyen eso? El sonido del silencio.

Sin balazos.

Paz, al fin.

Ese fue mi primer recuerdo de este campamento.

Desplazarse de una zona de guerra a un lugar seguro como Kakuma, es llegar muy lejos.

Estuve en el campamento solo durante tres años.

Mi padre, que había estado ausente la mayor parte de mi infancia, volvió a mi vida.

Y lo dispuso todo para que me mudara con mi tío y la familia que vivía en Nakuru.

Allí conocí a la primera esposa de mi padre, a mis hermanastras y hermanastros.

Me matriculé en la escuela.

Recuerdo mi primer día de escuela —podía cantar y reír de nuevo— y mi primer uniforme de la escuela.

Era maravilloso.

Pero entonces me di cuenta de que a mi tío no le gustaba que yo fuera a la escuela simplemente por ser mujer.

Mis hermanastros eran su prioridad.

Solía decir, «Educar a una niña es una pérdida de tiempo».

Y por ese motivo perdí muchos días de escuela porque no pagaba las cuotas.

Mi padre intervino y dispuso que me fuera a un internado.

Recuerdo la fe que tuvo en mí en los dos años siguientes.

Decía, «La educación es un animal que hay que vencer.

Con estudios, puedes sobrevivir.

Estudiar debe ser tu primer marido».

Y con estas palabras vino su primera gran inversión.

¡Me sentía afortunada! Pero me faltaba algo: mi madre.

Mi madre se había quedado atrás en el campamento y no la había vuelto a ver desde que lo abandoné.

Seis años sin verla era mucho tiempo.

Estaba sola, en la escuela, cuando supe que había muerto.

He visto a mucha gente en Sudán del Sur perder la vida.

He oído de vecinos que han perdido a sus hijos y maridos, a sus niños.

Pero nunca pensé que me ocurriría a mí.

Un mes antes, mi madrastra, que había sido muy buena conmigo en Nakuru, había muerto primero.

Después, me di cuenta de que tras dar a luz a cuatro niñas, mi madre por fin había dado a luz algo que podría hacer que la comunidad la aceptase: un niño, mi hermano recién nacido.

Pero también él se sumó a la lista de muertos.

Lo más doloroso para mí fue no poder asistir al funeral de mi madre.

No me lo permitieron.

Dijeron que su familia no veía bien que sus hijas, todas mujeres, asistiéramos al funeral simplemente por ser mujeres.

Me daban sus condolencias, «Nos apena tu pérdida, Mary.

Nos entristece que tus padres no dejaran descendencia».

Y yo me preguntaba: Y, ¿qué somos nosotras? ¿No somos su descendencia? En la mentalidad de mi comunidad solo cuentan los hijos varones.

Por ese motivo supe que había llegado mi fin.

Pero yo era la mayor y debía hacerme cargo de mis hermanas.

Debía asegurarme de que fueran al colegio.

Yo tenía 13 años.

¿Cómo podía conseguirlo? Volví al campamento para hacerme cargo de mis hermanas.

Nunca me había sentido tan frustrada.

Entonces, una de mis tías, la tía Okoi, decidió encargarse de mis hermanas.

Mi padre me envió dinero de Juba para que volviera a la escuela.

El internado era un paraíso, pero también era muy duro.

Recuerdo que en los días de visita, cuando los padres podían vernos, mi padre no venía.

Pero cuando venía, reiteraba la misma fe en mí.

Y me decía, «Mary, no vayas por el mal camino, porque tú eres el futuro de tus hermanas».

Pero en 2012, la vida me arrebató lo único a lo que me aferraba.

Mi padre murió.

Mis notas en la escuela empezaron a bajar y cuando hice los exámenes finales de bachillerato en 2015, me sentí devastada porque obtuve una C.

Siempre les digo a mis alumnos que «no se trata de sacar una A, sino de hacerlo lo mejor posible».

Yo no lo había hecho.

Estaba decidida.

Quería volver a intentarlo.

Pero mis padres habían muerto.

No tenía a nadie que me cuidara ni a nadie que pagara la matrícula.

Me sentía desamparada.

Entonces, una de mis mejores amigas, una bella keniata, Esther Kaecha, me llamó en esos duros momentos y me dijo, «Mary, tienes una voluntad de hierro.

Y yo tengo un plan, y va a funcionar».

Cuando estamos tan desesperados, aceptamos cualquier cosa, ¿verdad? El plan era que había conseguido un poco de dinero para viajar al bachillerato para chicas Anester Victory.

Recuerdo muy bien ese día.

Llovía cuando entramos en la oficina del director.

Temblábamos como dos pollitos empapados de lluvia y lo miramos fijamente.

Preguntó, «¿Qué quieren?» Ambas lo miramos suplicantes.

«Solo queremos volver a estudiar».

Lo crean o no, no solo pagó nuestros estudios sino también nuestros uniformes y nos dio mesadas para comida.

Un aplauso para él.

(Aplausos) Cuando terminé el bachillerato, iba a la delantera.

Y cuando me presenté al examen por segunda vez, conseguí una B-.

Un aplauso.

(Aplausos) Gracias.

Quiero dar las gracias de corazón a Anester Victory, al Sr.

Gatimu y a toda la fraternidad de Anester por darme esa oportunidad.

A veces algunos familiares insistieron en que mi hermana y yo nos casáramos para tener a alguien que cuidara de nosotras.

Solían decir, «Tenemos un hombre para ti».

Realmente detestaba que la gente nos considerara una propiedad y no hijas.

A veces nos decían en broma, «Van a perder valor de mercado si siguen estudiando».

Y lo cierto es que las mujeres con estudios son temidas en mi comunidad.

Pero yo les respondía que no quería eso.

No quería tener hijos a los 16 como mi madre.

Esa no era mi vida.

Aunque mis hermanas y yo sufríamos, no íbamos a ir en esa dirección.

Me negué a que la historia se repitiera.

Dar educación a las niñas creará sociedades estables e igualitarias.

Los refugiados con estudios serán la esperanza para reconstruir sus países algún día.

Las niñas y las mujeres forman parte de esto, al igual que los hombres.

Hay hombres en la familia que me animaron a salir adelante: mis hermanastros y hermanastras.

Cuando acabé el bachillerato, trasladé a mis hermanas a Nairobi, donde viven con mi hermanastra.

Viven 17 personas en una casa.

No nos tengan lástima.

Lo más importante es que todas reciben una educación decente.

Los ganadores de hoy son los perdedores de ayer que no se dieron por vencidos.

Esas somos nosotras, mis hermanas y yo.

Y me siento muy orgullosa.

La mejor inversión de mi vida…

(Aplausos) ha sido la educación de mis hermanas.

La educación da oportunidades justas e iguales a todos para tener éxito.

Opino que la educación no es solo un programa de estudios.

Se trata del compañerismo.

Se trata de descubrir nuestros talentos.

Se trata de descubrir nuestro destino.

Por ejemplo, no olvidaré la alegría que sentí en la primera lección de canto en la escuela, que sigue siendo mi pasión.

No lo habría podido conseguir en ningún otro lugar.

Como profesora, veo a mi clase como un laboratorio que no solo genera habilidades y conocimientos, sino comprensión y esperanza.

Por ejemplo, un árbol.

Pueden cortar las ramas de un árbol, pero si lo riegan, le brotarán nuevas ramas.

Para los niños de la guerra, la educación puede transformar su llanto de pérdida en pasión por la paz.

Por ese motivo, me niego a rendirme con ninguno de mis alumnos.

(Aplausos) La educación cura.

El entorno escolar permite concentrarse en el futuro.

Digámoslo así: si están ocupados resolviendo ecuaciones matemáticas y memorizando poesía, olvidan la violencia que han visto en su hogar.

Ese es el poder de la educación.

Crea un lugar para la paz.

En Kakuma abundan estudiantes.

Cerca de 85 000 estudiantes están matriculados en escuelas de aquí, lo que supone un 40 % de la población refugiada, incluyendo niños que han perdido años de educación a causa de la guerra.

Quiero hacerles una pregunta: ¿Si la educación construye una generación de esperanza, por qué hay 120 estudiantes hacinados en mi aula? ¿Por qué solo el 6 % de los estudiantes de escuela primaria consiguen llegar al bachillerato simplemente porque no tenemos sitio para todos? ¿Y por qué solo el 1% de los graduados de educación secundaria logran ir a la universidad? He empezado diciendo que soy profesora.

Pero he vuelto a ser estudiante de nuevo.

En marzo me mudé a Ruanda con una beca de estudios llamada «Bridge2Rwanda», que prepara a los becados para la universidad.

Les da la oportunidad de aspirar a una universidad extranjera.

Ahora tengo profesores que me dicen qué debo hacer en vez de ser al revés.

La gente vuelve a invertir en mí.

Por eso quiero pedirles a Uds.

que inviertan en los jóvenes refugiados.

Piensen en el árbol del que les he hablado.

Somos la generación que lo plantará para que la próxima lo riegue y la siguiente disfrute de la sombra que dé.

Ellos cosecharán los beneficios.

Y el mayor beneficio de todos es una educación que perdurará.

Gracias.

(Aplausos)

https://www.ted.com/talks/mary_maker_why_i_fight_for_the_education_of_refugee_girls_like_me/

 

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