¿Cuáles son los límites de la ciencia? ¿Existen sectores de la naturaleza o áreas de la realidad cuyo conocimiento nos está vedado en principio? ¿O bien puede afirmarse que, por lo menos potencialmente, todo lo que posee existencia natural es susceptible de análisis y comprensión científica?
El lector pensara que entre los hombres de ciencia seguramente prevalece la idea de que su disciplina no tiene limitaciones, mientras que fuera del gremio muchos se inclinarían a asegurar que hay ciertos aspectos del mundo y del pensamiento que están hoy y estarán siempre fuera del alcance de la ciencia.
Si es así, seguramente que el lector se sorprenderá de saber que la inmensa mayoría de los científicos no tiene ninguna opinión (o siquiera interés) al respecto; tal indiferencia es parte de la falta general de interés en la filosofía de la ciencia que caracteriza a los investigadores.
Sin embargo, no se piense que en el medio extracientífico abundan los expertos en filosofía de la ciencia; lo que ocurre es que la primera reacción ante la pretendida hegemonía del conocimiento científico sobre toda la realidad existente es de rechazo, ya que muchos tenemos algunos misterios favoritos que deseamos conservar como tales.
En realidad, la pregunta sobre los límites de la ciencia está mal formulada porque implica una solución simplista a uno de los problemas humanos más antiguos y complejos: la extensión y naturaleza de lo que existe, la variedad y las últimas fronteras de lo real, las propiedades mínimas pero esenciales de lo verdadero y las categorías que pueden aceptarse bajo tal encabezado.
Incluye desde el viejo y amable dilema del nominalismo versus el universalismo hasta el contemporáneo y feo enfrentamiento entre idealistas y mecanistas, entre las «derechas» y las «izquierdas».
Desde tiempos inmemoriales los hombres se han dividido en dos bandos en función de los límites que cada uno de ellos le concede a la realidad: sea el bando A (porque es el más antiguo y, a través de la historia, el más numeroso) el que propone la existencia real no sólo de todo lo que percibimos a través de nuestros sentidos sino también de mucho de lo que imaginamos (basado tanto en el intelecto como en el corazón, que «también tiene sus razones»); sea el bando B el que defiende a la naturaleza como la única realidad existente y califica a todo lo que se sale de ella como expresión imaginaria o sensorial ( ambas) de estructuras tridimensionales y de naturaleza molecular.
Un ejemplo sencillo revela el sentido de las diferencias entre los bandos A y B del párrafo anterior: se trata de sus respuestas individuales a la pregunta, «¿Existen las ideas?»
El bando A, embargado de fervor platónico, responde con un «sí» unísono y estentóreo, agitando banderas azul-blanco y pancartas con sentencias bíblicas.
El bando B se repliega, consulta con las bases y vuelve a la contienda con un largo y torturado manuscrito que se inicia con la frase: «no,» si se les concede existencia material, pero sí, si funcionan como principios para guiar la lucha de clases que culminará con el triunfo de proletariado, de acuerdo con M… .»
La pregunta sobre la existencia de las ideas se formuló con toda inocencia, en estricto paralelo con el interrogante clásico de los filósofos sobre la existencia de «la mesa».
Pero aquí se cometió un grave error, que por cierto no fue considerar a «las ideas» y «la mesa» como equivalentes lógicos, sino creer que el término «existe» tiene un solo significado.
Es obvio que la frase: «Existe un consenso de opinión sobre…», quiere decir algo muy diferente que la frase: «Existe una pirámide en Tenayuca que…» Existir no es un verbo de contenido semántico sencillo, como «respirar» o «morir», entre otras razones porque caracteriza una acción cuyos límites son controversiales.
Hay mundos de diferencia entre el «Pienso, luego existo» de Descartes, que se refiere a algo cuya realidad es verificable empíricamente, y la afirmación de la existencia del alma por los poetas, cuya aceptación o rechazo es asunto personal y no tiene nada que ver con la posibilidad de verificación objetiva.
La cuestión básica planteada cuando se pregunta por los límites de la ciencia es realmente el problema de los limites de la existencia, o sea el significado de la realidad.
Éste no es un problema científico sino filosófico, y más específicamente, se trata de una antigua cuestión metafísica que nunca ha sido resuelta, de uno u otro modo.
La ciencia reclama a toda la naturaleza como su dominio pero la define con criterios objetivamente estrechos: la realidad está formada únicamente por aquellos elementos y sus relaciones que son susceptibles (actual o potencialmente) de ser verificados empíricamente.
Dentro de este marco, la ciencia no tiene límites porque depende en gran parte de la imaginación humana.
Pero como este marco excluye las artes, la religión y la filosofía, resulta que muchas de las preguntas que más le han interesado a la humanidad desde el principio de la historia no sólo no pueden contestarse científicamente sino que ni siquiera pueden plantearse en términos de la ciencia; algunas de esas preguntas son «¿Hay un propósito en el Universo?», «por qué estoy vivo?», «¿qué existe en el más allá?», «¿cuál es la naturaleza de lo bueno?», etc.
En cambio, tales preguntas son características de la filosofía y de la religión, que desde siempre han ofrecido respuestas a ellas.
Como se hacen al margen de la ciencia, resulta inútil o irrelevante debatir si las respuestas mencionadas son verdaderas o falsas, ya que estas categorías sólo se aplican como medida de la correspondencia de las proposiciones con la realidad.