Palabras liminares de Rubén Darío
Después de Azul… después de Los Raros, voces insinuantes, buena y mala intención, entusiasmo sonoro y envidia subterránea ?todo bella cosecha?, solicitaron lo que, en conciencia, no he creído fructuoso ni oportuno: un manifiesto.
Ni fructuoso ni oportuno:
a) Por la absoluta falta de elevación mental de la mayoría pensante de nuestro continente, en la cual impera el universal personaje clasificado por Remy de Gourmont con el nombre de Celui-qui-ne-comprend-pas. Celui-qui-ne-comprend-pas es, entre nosotros, profesor, académico correspondiente de la Real Academia Española, periodista, abogado, poeta, rastaquouer.
b) Porque la obra colectiva de los nuevos de América es aún vana, estando muchos de los mejores talentos en el limbo de un completo desconocimiento del mismo Arte a que se consagran.
c) Porque proclamando, como proclamo, una estética acrática, la imposición de un modelo o de un código implicaría una contradicción.
Yo no tengo una literatura «mía» ?como la ha manifestado una magistral autoridad?para marcar el rumbo de los demás: mi literatura es mía en mí?; quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal y, paje o esclavo, no podrá ocultar sello o librea. Wágner, a Augusta Holmés, su discípula, dijo un día: «lo primero, no imitar a nadie, y sobre todo, a mí». Gran decir.
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Yo he dicho, en la misa rosa de mi juventud, mis antífonas, mis secuencias, mis profanas prosas.?Tiempo y menos fatigas de alma y corazón me han hecho falta para, como un buen monje artífice, hacer mis mayúsculas dignas de cada página del breviario. (A través de los fuegos divinos de las vidrieras historiadas me río del viento que sopla afuera, del mal que pasa). Tocad, campanas de oro, campanas de plata, tocad todos los días, llamándome a la fiesta en que brillan los ojos de fuego, y las rosas de las bocas sangran delicias únicas. Mi órgano es un viejo clavicordio pompadour, al son del cual danzaron sus gavotas alegres abuelos; y el perfume de tu pecho es mi perfume, eterno incensario de carne. Varona inmortal, flor de mi costilla.
Hombres soy.
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¿Hay en mi sangre alguna gota de sangre de África, o de indio chorotega o nagrandano? Pudiera ser, a despecho de mis manos de marqués; mas he aquí que veréis en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de países lejanos o imposibles: ¡qué queréis!, yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer; y a un presidente de República no podré saludarle en el idioma en que te cantaría a ti, ¡oh Halagabal!, de cuya corte ?oro, seda, mármol? me acuerdo en sueños…
(Si hay poesía en nuestra América, ella está en las cosas viejas: en Palenke y Utatlán, en el indio legendario, y en el inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es tuyo, demócrata Walt Whitman).
Buenos Aires; Cosmópolis.
¡Y mañana!
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El abuelo español de barba blanca me señala una serie de retratos ilustres: «Éste, me dice, es el gran don Miguel de Cervantes Saavedra, genio y manco; éste es Lope de Vega; éste, Garcilaso; éste, Quintana». Yo le pregunto por el noble Gracián, por Teresa la Santa, por el bravo Góngora y el más fuerte de todos, don Francisco de Quevedo y Villegas. Después exclamo: ¡Shakespeare! ¡Dante! ¡Hugo…! (Y en mi interior: ¡Verlaine…!)
Luego, al despedirme: «Abuelo, preciso es decíroslo; mi esposa es de mi tierra; mi querida, de París».
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¿Y la cuestión métrica? ¿Y el ritmo?
Como cada palabra tiene un alma, hay en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es sólo de la idea, muchas veces.
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La gritería de trescientas ocas no te impedirá, silvano, tocar tu encantadora flauta, con tal de que tu amigo el ruiseñor esté contento de tu melodía. Cuando él no esté para escucharte, cierra los ojos y toca para los habitantes de tu reino interior. ¡Oh pueblo de desnudas ninfas, de rosadas reinas, de amorosas diosas!
Cae a tus pies una rosa, otra rosa, otra rosa, ¡Y besos!
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Y la primera ley, creador: crear. Bufe el eunuco. Cuando una musa te dé un hijo, queden las otras ocho encinta.
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