¿Existe vida extraterrestre?, ¿Estamos solos en el Universo?
Desde muy remotos tiempos el ser humano se ha preguntado sobre la posibilidad de que exista vida inteligente en otros mundos. La mayor parte del tiempo, esta interrogante ha sido considerada en contextos filosóficos o religiosos. Sin embargo, el desarrollo reciente de la astronomía ha permitido comenzar a buscar una respuesta sobre bases científicas.
Tito Lucrecio Caro, un contemporáneo y compatriota de Julio César, se refirió a la posibilidad de la existencia de otros mundos en su famoso poema De Rerum Natura (Sobre la naturaleza de las cosas). Lucrecio especulaba que:
Lucrecio
En primer lugar, en todas partes alrededor de nosotros, a los lados, arriba y abajo no hay fin. Ya he mencionado esto antes, esta verdad se proclama a sí misma y la naturaleza del vasto espacio la hace evidente. Y puesto que el espacio infinito se extiende en todas direcciones y los átomos en número y cantidad incalculables viajan en todas direcciones apurados por su movimiento eterno, de ninguna manera puede considerarse probable que sea esta la única Tierra creada, y que todos esos átomos estén ahí sin hacer nada.
Las cavilaciones de Lucrecio se extendieron hasta proponer que la vida podría aparecer en estos otros mundos:
Lucrecio
Más aún, cuando hay una abundancia de materia disponible, cuando hay el espacio vacante, y cuando no hay razón que retrase el proceso, entonces las formas de la realidad deben combinarse y crearse. Hay una enorme cantidad de átomos disponibles, tantos que no habría tiempo para contarlos en toda la eternidad y hay una fuerza que lleva a los átomos a diversos sitios así como los trajo a este mundo. Así que debemos reconocer que hay otros mundos en otras partes del universo, con razas de hombres y animales diferentes.
Las ideas de Tito Lucrecio Caro carecían de una base científica sólida de observación y experimentación. Más bien eran una serie de concepciones filosóficas hilvanadas de manera atractiva y convincente.
La siguiente figura histórica que consideraremos nació más de 1 600 años después del romano Lucrecio.
Giordano Bruno fue un monje dominico que se opuso radicalmente a los pensamientos religiosos de su época. Bruno era un creyente de la teoría copernicana, que sacaba a la Tierra de su sitio privilegiado en el Universo y la convertía en un planeta más del Sol. En su Tercer Diálogo «Sobre el universo infinito y sus mundos», Bruno hacía a su personaje protagonista, Francastorio, afirmar que había otros mundos habitados como el nuestro.
Por sus puntos de vista heréticos, entre ellos la existencia de otros mundos habitados, Giordano Bruno fue encarcelado por la Santa Inquisición. Cuando rehusó retractarse de sus puntos de vista, fue condenado a la hoguera.
La sentencia se llevó a cabo el 17 de febrero de 1600.
A través de los siglos ha continuado habiendo filósofos y pensadores que conjeturaron sobre la posibilidad de la existencia de vida extraterrestre. Paralelamente a estos ejercicios filosóficos, la ciencia comenzó a tratar de entender qué es la vida y si ésta podría darse en otros sitios del Universo.
Simon Newcomb, un astrónomo estadounidense de fines del siglo pasado y principios de éste, pensaba que la vida en la Tierra parecía llenar todos los nichos posibles, puesto que sólo estaba ausente en los sitios de hielos perpetuos o en aquellos donde la temperatura estaba cercana al punto de ebullición del agua.
Según él, mientras el agua pudiera permanecer líquida, o sea que no hubiese demasiado frío o calor, la vida era la regla.
Newcomb también consideró la posibilidad de que hubiese vida en la Luna o en los planetas del Sistema Solar. Para el caso de la Luna su diagnóstico era negativo:
En el caso de la Luna, puesto que es el cuerpo celeste más cercano a nosotros, nos podemos pronunciar de manera más definitiva. Sabemos no existen en la Luna suficiente agua o aire para ser detectados por nuestros experimentos más sensitivos. Es seguro que la atmósfera de la Luna, si es que existe, tiene una densidad menor a una milésima de la densidad de la atmósfera terrestre. Este vacío es menor que el que una bomba de aire ordinaria puede producir. Nos es difícil aceptar que una cantidad tan pequeña de aire le pueda servir de algo a la vida; un animal que sobreviva con tan poco, podría hacerlo con nada.
Pero la prueba de la ausencia de la vida en la Luna es aún mayor cuando consideramos el resultado de las observaciones telescópicas. Un objeto del tamaño de un edificio grande podría detectarse en la Luna. Si hubiese vegetación presente en su superficie, podríamos ver los cambios que sufriría en el transcurso de un mes lunar, durante el cual la superficie de la Luna pasa, de estar expuesta a los rayos directos del Sol, al frío intenso del espacio
Pero la prueba de la ausencia de la vida en la Luna es aún mayor cuando consideramos el resultado de las observaciones telescópicas. Un objeto del tamaño de un edificio grande podría detectarse en la Luna. Si hubiese vegetación presente en su superficie, podríamos ver los cambios que sufriría en el transcurso de un mes lunar, durante el cual la superficie de la Luna pasa, de estar expuesta a los rayos directos del Sol, al frío intenso del espacio
Simon Newcomb
En tiempos recientes no sólo hemos observado a la Luna con el telescopio, sino que hemos obtenido información más definitiva con la fotografía. La superficie visible ha sido fotografiada repetidas veces bajo las mejores condiciones. No se ha establecido con certeza ningún cambio, ni las fotografías muestran la menor diferencia en estructura o tono que pudiese atribuirse a ciudades o a otros trabajos de una raza inteligente. Al parecer la superficie de nuestro satélite está tan completamente carente de vida como la lava fresca del Vesubio.
Las conclusiones de Newcomb eran notables, sobre todo si tomamos en cuenta que fueron hechas en 1905. Estas ideas fueron, como sabemos, confirmadas por el programa espacial de los EUA que estudió en detalle a la Luna. Respecto a los planetas del Sistema Solar, Newcomb pensaba que con la posible excepción de Venus y Marte, no había posibilidad de vida. Mercurio es demasiado caliente y los planetas más externos demasiado fríos.
Desde el punto de vista biológico, Darwin había establecido décadas atrás que la vida evolucionaba en respuesta a las condiciones del medio ambiente. Sin embargo, su trabajo tuvo poco que ver directamente con el problema del origen de la vida. Hacía falta un mayor conocimiento de la bioquímica para que los científicos comenzaran a especular sobre los procesos a través de los cuales un organismo vivo podría aparecer a partir de combinaciones químicas.
Durante los años veintes de nuestro siglo, aparecieron dos trabajos fundamentales que planteaban un esquema mediante el cual podría haberse originado la vida en la Tierra. Los autores de estos trabajos, que fueron hechos independientemente, fueron el bioquímico soviético Alexander Oparin y el biólogo inglés John B. S. Haldane. En esencia, el razonamiento presentado separadamente por Oparin y Haldane puede describirse como sigue. La atmósfera primitiva de la Tierra no era rica en oxígeno como lo es la actual. En particular, no contenía ozono, una molécula formada a partir de tres átomos de oxígeno. El ozono que existe en la atmósfera actual detiene en las capas superiores atmosféricas a la radiación ultravioleta del Sol, la cual es capaz de activar químicamente a la materia. Como la atmósfera primitiva de la Tierra no tenía ozono, la radiación ultravioleta del Sol podía llegar hasta la superficie terrestre. Se sabe que cuando la radiación ultravioleta actúa sobre una mezcla de agua, bióxido de carbón y amoniaco, se producen una gran variedad de substancias orgánicas, incluyendo azúcares y aparentemente algunas de las substancias que forman a las proteínas. De estas proteínas se formarían, supuestamente, grandes moléculas capaces de replicarse y de algún modo, de éstas se llegaría a los primeros organismos unicelulares. Esta secuencia especulativa de eventos no ha sido comprobada en el laboratorio en su totalidad. Sin embargo, los experimentos realizados por Stanley L. Miller y Harold C. Urey en la Universidad de Chicago a principios de los cincuentas indican que al menos los primeros pasos del origen de la vida pueden reproducirse en el laboratorio. Miller y Urey tomaron una mezcla de hidrógeno, metano, amoniaco y agua (todos estos componentes en forma gaseosa) y le hicieron pasar descargas eléctricas para simular las condiciones que se cree existieron en la Tierra primitiva. Obtuvieron que de este experimento se producían compuestos más complejos, en particular aminoácidos que son los bloques de los que se forman las proteínas. Por desgracia, el paso de los aminoácidos a las células es gigantesco y su duplicación en el laboratorio aún no ha sido lograda.
De cualquier manera los experimentos de Miller y Urey sugieren que la aparición de la vida es un fenómeno natural que se da si hay las condiciones propicias. Otra indicación de que la vida es un proceso natural nos la da la composición química del Universo. Los seis elementos químicos más abundantes del Universo son el hidrógeno, el helio, el carbono, el nitrógeno, el oxígeno y el neón.
El helio y el neón forman parte de los llamados gases nobles, o sea que no se juntan entre sí o con otros elementos para formar moléculas. Los restantes cuatro elementos hidrógeno, carbono, nitrógeno y oxígeno son precisamente los más abundantes en la constitución del ser humano. O sea, que nuestra composición química, a grandes rasgos, refleja a la composición del Universo.
La búsqueda de vida extraterrestre se ha concentrado en el pasado en nuestros vecinos más cercanos: los otros planetas del Sistema Solar. A principios de siglo, el astrónomo estadounidense Percival Lowell creyó ver canales en la superficie de Marte. Lowell dejó volar desenfrenadamente su imaginación y llegó a proponer que los marcianos utilizaban dichos canales para irrigar al planeta.
Ahora sabemos que los canales marcianos son ilusiones ópticas, estructuras producidas por el cerebro humano que tiende a unir marcas y cráteres en líneas rectas.
El impacto de las especulaciones de Lowell fue notable. Basta recordar lo que pasó en 1938, cuando se le ocurrió a Orson Welles hacer una dramatización radiofónica de La guerra de los mundos, la novela de H.G. Wells.
Esta obra narra una invasión marciana a la Tierra y ante la realista presentación miles de radioescuchas abandonaron sus hogares llenos de pánico.
En julio y agosto de 1976 dos naves Vikingo de los Estados Unidos se posaron en la superficie de Marte. Las imágenes que enviaron a la Tierra revelaron un panorama sin evidencia de vida macroscópica.
Por supuesto, lo más interesante que hicieron fue tomar muestras de la superficie marciana y realizar experimentos con ellas para buscar vida microscópica. No se encontró evidencia alguna de materia orgánica. Marte parece no tener ninguna forma de vida.
Hasta ahora no se ha encontrado evidencia de vida en nuestro Sistema Solar, aparte de la Tierra. Es pues necesario extender la búsqueda a otros soles, a otros sistemas solares.
Pero, ¿cómo viajar a través de tan enormes distancias? Ahora no podemos realizar tan prolongadas odiseas. Quizá pudiéramos recibir o enviar señales de algún tipo a través de las vastedades del Cosmos.
En 1959 Giuseppe Cocconi y Philip Morrison llegaron a una conclusión sorprendente. Con la tecnología ya disponible entonces (que se ha seguido mejorando) era posible comunicarse usando ondas de radio con otras estrellas de la Galaxia. Para que posibles civilizaciones en los planetas de estas otras estrellas nos pudieran contestar sólo haría falta que tuviesen un desarrollo tecnológico similar al nuestro.
En la práctica, el establecer esta comunicación es un problema monumental que ha sido considerado por muchos científicos. Para tratar de detectar señales inteligentes de otra estrella hace falta un radiotelescopio muy sensitivo.
Estos existen. Pero, ¿hacia cuál de las estrellas apuntamos?, ¿a qué frecuencia sintonizamos nuestro receptor?, ¿qué tipo de mensaje podemos esperar?
Los problemas son muchos y una búsqueda cuidadosa requiriría de mucho esfuerzo pero, como Cocconi y Morrison notaron al concluir su artículo; «la probabilidad de éxito es difícil de estimar, pero si no buscamos, esta probabilidad será cero»
Se han hecho algunos intentos para detectar señales de radió de las estrellas más cercanas. Sin embargo, estos esfuerzos no han sido lo suficientemente sostenidos para alcanzar una conclusión.
Hasta ahora no se ha detectado ninguna señal de radio extraterrestre que no pueda explicarse como debida a algún fenómeno cósmico inanimado.
Afortunadamente, la comunidad astronómica comienza a tomar en serio esta idea y se habla de construir radiotelescopios que se dedicarían exclusivamente a buscar señales inteligentes.
La Unión Astronómica Internacional, la cual agrupa a la mayoría de los astrónomos profesionales del mundo, ha creado una comisión para la búsqueda de vida inteligente extraterrestre, con el propósito de que analice y proponga maneras de atacar el problema.
De cualquier modo, la posibilidad de tener éxito en establecer comunicación con otra civilización inteligente en nuestra Galaxia depende de cuantas de estas civilizaciones existen. Algunos investigadores aventurados han tratado de estimar este número. El primero en hacerlo fue Frank Drake, de la Universidad de Cornell, y en su honor la ecuación que se emplea para hacer dicha estimación se llama la ecuación de Drake. Básicamente, el cálculo se hace como sigue. Hay 10 elevado a 11 estrellas en nuestra Galaxia.
De este total, aproximadamente una décima parte son parecidas al Sol. Esto nos deja 10 elevado a 10 estrellas. Luego se pregunta uno cuántas de estas estrellas tendrán planetas.
Posteriormente estima uno en cuantos de estos sistemas planetarios pudo haber aparecido una forma de vida elemental. Así sucesivamente, se puede llegar a estimar cuántos casos de vida inteligente hay en la Galaxia.
El cálculo está lleno de incertidumbres.
Los científicos optimistas, como Carl Sagan, acaban concluyendo que hay 10 elevado a 6 (un millón!) de civilizaciones inteligentes en la Galaxia.
Los pesimistas, como Sebastian von Horner, concluyen que hay sólo una (nosotros). Basa tal estimación en una suposición que es relevante para la humanidad.
Supone que sí se forman frecuentemente civilizaciones inteligentes, pero que éstas, con su desarrollo tecnológico acaban aniquilándose a sí mismas.
Así, en un momento dado del tiempo sólo hay una (o unas pocas) de estas civilizaciones que duran muy poco y son reemplazadas por otra en alguna estrella de la Galaxia.
Aun en la estimación optimista de Sagan, la comunicación interestelar es un asunto muy difícil.
Sólo una de cada 100 000 estrellas alberga un planeta habitado por una civilización inteligente. Habría que «escuchar» en ondas de radio del orden de 100 000 estrellas para tener una posibilidad razonable de detectar un caso. Más aún, la distancia típica entre estas estrellas seria de varios cientos de años-luz, por lo que la comunicación de ida vuelta tomaría unos mil años.
¡Y esto en el caso mas optimista!